Adolfo González
EL SEXTANTE
López Obrador ha pasado sin apenas despeinarse y sin nadie enfrente que se le oponga con decoro, las primeras mil y una noches de su gobierno.
AMLO y Anaya son dos versiones de clásicos niños malcriados, sin importarles mucho, al uno, que es el portador de la dignidad presidencial, y al otro que se postula como un improbable sustituto.
AMLO, como buen criollo, maneja una representación maniquea de la historia de México, mientras con los indígenas se sigue la misma política de palo y zanahoria que los lleva marginando y empobreciendo siglos.
Si las noticias no son de su agrado destruyen al emisor y de paso cierran los ojos a una realidad que queda enterrada por los aplausos y alabanzas de quienes les rodean.
La vida sigue igual en México, haga lo que haga López Obrador es merecedor de la aprobación ciudadana.
La economía subsidiada de AMLO poco tiene que ver con las clases medias. Los que no tienen acceso a los programas sociales, pero en el fondo los sostienen con su consumo y sus impuestos, directos e indirectos.
Los escándalos por corrupción, por ahora, arrojan resultados nulos en cuanto a la opinión pública, sin afectar a los partidos ni a Andrés Manuel López Obrador.
El “caso Lozoya”, de momento, ha proporcionado mucho ruido y muy poquitas nueces, y estas han resultado arrojar tantas o más sospechas sobre la financiación del propio chef que preparó el guiso.
La extradición de Emilio Lozoya ha cumplido el primer objetivo de AMLO: el regreso de la corrupción al primer plano del debate político, aunque a los ciudadanos les angustian más otras cuestiones.
Con la extradición de Emilio Lozoya y sus inminentes revelaciones, se colocará en el foco de la atención nacional aquello que AMLO siempre planteó como el problema primordial de México: la corrupción.
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