Todos los hombres aspiran a ser tiranos

Cuántas veces hemos visto a pueblos enteros empobrecerse y humillarse por un tirano.
09/11/2020

2 de noviembe.- A punto de quemarse en la pira funeraria, el guerrero Er, caído en combate, vuelve a la vida.

Por boca de este personaje, Platón explica la experiencia fascinante de las almas después de la muerte. Este mito se encuentra en la última parte de su obra magna, La República, y es indispensable para entender la importancia de la justicia en su doctrina como aspiración siempre deseable en esta vida.

De su ida al inframundo, el guerrero Er trae a sus semejantes noticias terribles: después de morir, los seres humanos reciben recompensas y castigos de acuerdo con sus actos. Hombres y mujeres caen de un lado o del otro por el peso de sus propias decisiones. Los de malos sentimientos a los padres o los dioses reciben los peores correctivos.

El mito de Er fluye a través de un diálogo entre Sócrates y Glauco, como muchos de los temas tratados por Platón en la República; sus detalles encantan, su profundidad inquieta. Se comprende la admiración al filósofo como artista y como escritor, a despecho de su desconfianza por los poetas.

Para comprender en toda su magnitud la visión platónica de la muerte, es importante considerar dos principios fundamentales: la inmortalidad del alma y la reencarnación en otra vida. De estos ejes se desprende un complejo sistema, no exento de belleza, que pone en el centro de todas las cuestiones la libertad de decisión de los seres humanos para hacerse de un destino, libertad desperdiciada con frecuencia.

Según Er (o según Platón), el viaje de los muertos comienza así: después de caminar por un lugar apacible, llegan las almas a una llanura donde se encuentran dos aberturas que bajan a la tierra y dos que suben al cielo; en medio hay unos jueces. Estos censores indican a las almas justas que tomen la vía al cielo, y a las perversas, que desciendan por la ruta oscura. Cuando el guerrero se acerca para ver por dónde debe seguir, los jueces le piden que se quede fuera y observe todo para que lo comunique a los vivos.

Colocado como espectador, Er se entera de que las almas han de pasar por diez periodos de cien años en los lugares designados según sus actos. Las justas reciben goces diez veces mayores por cada obra generosa; las culpables, diez veces de sufrimiento por cada corrupción. Al cabo de mil años, unas y otras vuelven de su viaje respectivo: las del cielo, más limpias y contentas; las del subsuelo, llenas de suciedad y polvo. En este retorno a la pradera, a las puertas del cielo y las profundidades, se juntan de nuevo almas rectas e infames. Las primeras cuentan entre sí las maravillas experimentadas en las esferas celestes; las segundas, entre llantos, se lamentan por los castigos sufridos.

Viene ahora el momento de elegir una nueva vida: van a reencarnar, a volver al mundo todos, justos y protervos. En la antigüedad se reconoce la inmortalidad del alma pero no se le concede vida eterna a los humanos, como en la religión cristiana. Entre los griegos, la vida eterna es privilegio de los dioses.

Un profeta será el encargado de organizar el regreso a la vida; les muestra todos los modos de existencia, incluso de animales, ya que también son parte de las reencarnaciones. Se sortea solo un caso entre las diversas opciones y sus matices, como la riqueza, el abolengo, la fortaleza, la belleza, la salud y el poder, que en aquellos tiempos se conocía como tiranía. Ténganse en cuenta que esta palabra no se refería a un hecho de natural negativo. La tiranía era un poder absoluto y unipersonal, que se colocaba por encima de la ley y de todos. Hubo soberanos justos en la antigüedad. Y los hubo, también, crueles.

Adivinen ustedes cuál sería la primera elección entre los concurrentes para reiniciarse en la vida; acertaron: la del tirano omnipotente. Según Platón, así proceden las almas por hábito y no por razonamiento (o filosofía). “El primero –dice el guerrero Er– fue derecho a escoger la más grande tiranía, y por insensatez y codicia no examinó suficientemente la elección, por lo cual no advirtió que incluía el destino de devorarse a sus hijos y otras desgracias”.

En realidad, no hay vida fácil para nadie salvo para el filósofo, porque conoce la verdad. Una de las almas vistas en el otro mundo es la del héroe Ulises, gran señor entre la gente de su tierra, Ítaca. Pues bien, este personaje solo desea “la vida de un hombre común y desocupado”. Al parecer, la fama ya no lo satisface.

En la reencarnación, las almas virtuosas y las deshonestas tienen oportunidad de elegir por una vez más una vida buena; si despiertan su sentido filosófico, la búsqueda del bien, evitarán cometer las faltas de avatares anteriores. Se presentan entonces ante Láquesis, Cloto y Átropo, las tres moiras que rigen los destinos humanos. Láquesis les canta las cosas del pasado; Cloto, las del presente, y Átropo, las del futuro. Todas las almas terminan conmovidas por los recuerdos de su existencia ida.

Al final, cada una toma su propia decisión, de la que no hay regreso. A punto de entrar de nuevo en la carne, beben primero del río de la Despreocupación. Los sensatos consumirán la cantidad recomendada por los espíritus; los ansiosos, se excederán. Estos últimos olvidan por completo lo aprendido.

Si bien esta doctrina aplica a todos los hombres, sospecho que sus advertencias llevan una dedicatoria velada.

INJUSTOS ENTRE LOS INJUSTOS

Más que a pensar, los catequistas católicos me enseñaron a temer. De niño, mi peor enemigo eran mis propios pensamientos porque me hicieron creer que Dios los espiaba y que me daría una paliza por ellos. La intención era que todos se sintieran igual, y debió ser así. Esta amenaza, en cierto modo, pesaba más sobre las plebes que sobre los amos, pero a veces se invierten los papeles.

Cuando Platón escribe sobre el gobierno justo (La República) piensa, sobre todo, en los mandatarios; hasta su teoría de la reencarnación está encaminada a estas figuras. Para él, nada hay más importante que indagar las cualidades del soberano; la bonanza de los ciudadanos depende de ello. ¡Cuántas veces hemos visto a pueblos enteros empobrecerse y humillarse por un tirano! El pensador ha notado que los poderosos son desvergonzados con sus vasallos, que no reparan en sus lágrimas ni en sus súplicas; que se sienten, en verdad, arriba.

Tales amos obran así porque no eligen lo bueno, lo verdadero ni lo bello (lo perfecto); no filosofan, dice Platón. Pero, como a todos los mortales, las parcas cortan un día su existencia. Y desaparecen, junto con su cuerpo, todos los fueros gozados en vida.

Estas almas, sobre todo éstas, han de pagar por sus actos injustos. Sostiene el ateniense: “Y así, los que eran culpables de gran número de muertes o habían traicionado a ciudades o ejércitos o los habían reducido a la esclavitud o, en fin, eran responsables de alguna otra calamidad de este género, esos recibían por cada cosa de estas unos padecimientos diez veces mayores”.

Por fortuna, estas ideas pertenecen al año 380 antes de Cristo y han envejecido. Ya no puede haber soberanos así. No; desde luego que no.

julian.javier.hernandez@gmail.com
 



JULIÁN J. HERNÁNDEZ ha sido editor y colaborador en periódicos de Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México. Actualmente es asesor en temas de comunicación y copywriting. https://medium.com/@j.j.hernandez

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