“Si la libertad significa algo, significa el derecho a decir a la gente lo que no quiere oír”, George Orwell.
Seguro que muchos de ustedes han sentido que la degradación política y social, a nivel mundial, podría desembocar en una deriva totalitaria. Así lo indica la presencia cada vez más pujante de un grupo de líderes, de derecha y de izquierda, y de cuyos nombres no quiero acordarme, pero que están dando a nuestra sociedad un aspecto cada vez más orwelliano. Este adjetivo, que hace honor a las visiones distópicas del mundo que George Orwell nos aportó a través de su obra (en especial en “1984”), me parece muy aplicable a esta sensación, que a mi al menos me asalta, de que nos están estafando: lo que se nos ha vendido como avance se está convirtiendo, y a pasos agigantados, en un retroceso.
Todo esto va al hilo de lo que hemos comentado en pasadas semanas acerca de la privación del significado noble de las palabras, y también de la siembra de discordia y enfrentamiento que se extiende a nuestro alrededor en forma de polarización. Orwell, que en su día fue un luchador muy activo e incansable por lo que el concebía como izquierda democrática, no se dio sin embargo cuenta de que lo que dejaría escrito molestaría por igual a unos y a otros, y a la vez sería utilizado como arma arrojadiza sin distinción de bandos. La derecha lo muestra como profeta del totalitarismo de izquierda, y la izquierda lo presenta como adalid de la revolución en los tumultuosos años 30. En la guerra civil española se alistó en el bando republicano en las milicias del POUM (el ala trotskista del comunismo español), con la idea de “matar fascistas porque alguien tenía que hacerlo”, según le dijo a su amigo Henry Miller.
Sin embargo, se libró por poco en Barcelona de que le dieran “el paseo” (como se llamaba eufemísticamente al fusilamiento sumarísimo) los comunistas ortodoxos que seguían indicaciones de Moscú. Hubiera sido un mal menor si se compara con lo sucedido a Andreu Nin, el líder de su partido, que fue primero despellejado vivo y después calumniado como espía del franquismo. Comprendió Orwell que sus deseos de necesario cambio en las sociedades occidentales no eran compatibles con la idea que Stalin tenía de ello, y seguramente por eso, ha pasado a la historia repudiado y ensalzado, a partes iguales y según conveniencia, por quienes, desde ambos extremos, terminan por tener el mismo objetivo: controlar la sociedad de un modo autoritario o totalitario, por más que muchos de esos lobos se pongan pieles de cordero.
Toda esta larga digresión sobre el ensayista inglés viene al caso porque seguimos observando cada día cómo nos quieren dar gato por liebre y no nos queremos dar cuenta. En México se anuncia, después de algunos frenazos, la ley de telecomunicaciones, bajo la premisa (dicho por Claudia) de que no tiene intención de espiar ni de censurar. Ya la propia disculpa suena a confesión. Casualmente, la aprobación se producirá en paralelo a, en esto sí que no hay dudas, una farsa que llaman “Ley europea de la libertad de prensa”, cocinada en Bruselas con el único objetivo de decir una cosa y hacer otra. Es decir, de, en nombre de la libertad, aumentar el control autoritario de la información abriendo la puerta a la censura de contenidos digitales. En España, se prepara un reglamento en el Congreso para expulsar a periodistas que hagan preguntas incómodas. Sin reglamento explícito, pero en la práctica, ya se depuró hace tiempo quiénes acuden en México a las “mañaneras” y qué preguntas conviene que hagan, convirtiendo las conferencias de prensa en una sucesión de farsas preparadas a modo.
Esto último no ha cambiado con Claudia, ni cambiará probablemente con ninguno que venga, porque cuando el poderoso agarra ventaja es bien difícil que la suelte. Por eso, entre otras cosas, se malogró la alternancia en México, porque el PAN, cuando vio en sus manos los resortes del poder, no pudo resistirse a beneficiarse de ellos y dejó las estructuras intactas. Los avances autoritarios mencionados deberían ser gran motivo de preocupación, pero me llama la atención especialmente que se refrenden y se impulsen desde la izquierda. A la derecha, esas cosas se le suponen. Pero una de las falacias más repetidas y exitosas es que, cuando un régimen de izquierdas no funciona o fracasa estrepitosamente, nos dicen en seguida que, en realidad, eso no era política de izquierdas. Se dijo hasta de la Unión Soviética. Cuando se tiene que adornar el término democracia con algún apellido (participativa, popular, orgánica, social) hay algo que debería merecer nuestra desconfianza inmediata. Es en esas ocasiones, que son demasiadas, cuando nos quieren vender un gato viejo haciéndolo pasar por una liebre fresca y recién cazada.
Orwell, si levantara la cabeza, seguiría sumido en un mar de dudas pero no dejaría de señalar las maniobras de ambas facciones de la polarización para perpetuarse a sí mismas. Dijo el escritor en 1944 que “es casi imposible pensar sin hablar, y si se elimina la libertad de expresión desaparecen las facultades creativas”. Cuando nos quieren limitar la palabra, en el ámbito que sea, en el sentido que sea, en la medida que sea, no nos están vendiendo democracia, sino exactamente lo contrario, por más que se excusen. Hablábamos la pasada semana del vil proxenetismo que en la política y en los medios se ejerce con las palabras. Una de las más sometidas es “fascismo”, que se ha convertido en el insulto habitual contra todo el que se atreve a discrepar. Así que, si la orwelliana “policía del pensamiento” nos pregunta qué es fascismo, habrá que contestar como en la poesía de Bécquer: ¿Y tú me lo preguntas? ¡Fascismo eres tú!