El atractivo electoral del luchador social

López Obrador está en Palacio Nacional gracias a una narrativa bien preparada en libros y documentales que la gente conoce: el defensor del pueblo, el incorruptible, el austero.
28/09/2020

I

Una tarde calurosa, numerosos campesinos se reunieron en la plaza principal de Tabasco; la mayoría, indígenas chontales. Más que seres vivos, parecían espectros: sombreros rotos, camisas viejas, pies descalzos o en huaraches. La fecha, 21 de enero de 1996. 

Los naturales acudieron en tropel porque oyeron que hablarían de cierta indemnización. Ellos compartían sus tierras con Petróleos Mexicano; la compañía dispersaba sus pozos sobre las parcelas. A veces derramaba aceite o se reventaba una válvula y dañaba sus cultivos. Pero los chontales nada podían hacer.

El mitin comenzó. Sobre el entarimado, un hombre entonó la voz con ardor. Rápidamente, les gustó su bondad y sentido del deber.

“No estamos dispuestos a seguir viviendo en la miseria en tanto que una empresa, supuestamente propiedad de la nación, extrae nuevas riquezas”. Lo interrumpieron con aplausos, felices, aunque claramente no se trataba de un chontal ni de un hombre en la miseria. En cambio, retuvieron su nombre: Andrés Manuel López Obrador, líder del PRD.

Fue como el día de presentación entre personas que se unen, por alguna afinidad peculiar, para siempre.

El 30 de enero, los  chontales volvieron gustosos al punto de reunión. López Obrador se había declarado de su parte y daría la cara por ellos. Quizás era uno de esos licenciados que sabían ganar juicios millonarios y podría sacarlos de pobres. Pero el respetado defensor no tenía esos planes. Llamó a los chontales a tomar los pozos petroleros, a aislar las torres como estrategia para obtener un pago. De otro modo, les dio a entender, nada ganarían.

Pensando en el dinero, los indígenas se internaron en el monte y se atrincheraron alrededor de los pozos, 51 en total. ¿Qué podían perder?

El 3 de febrero, policías, agentes y militares liberaron dos pozos que los campesinos mantenían ocupados. Como se resistieron, fueron sometidos a toletazos. Días después, lejos de ablandarse, López Obrador pidió endurecer el plantón y no devolver las instalaciones hasta que fueran bien recompensados: ni un paso atrás por mucho que los amenazaran. En las semanas siguientes, sucedieron reuniones con representantes de Petróleos Mexicanos, intentos de negociación, con el propósito de retirar los bloqueos. Bien a bien, se desconocieron los términos, pero lo cierto es que fracasaron.

El 6 de marzo, las fuerzas estatales y militares sorprendieron al plantón de campesinos en uno de los pozos de la comunidad de Guatacala; con ellos estaba López Obrador. Al avanzar la columna, los indígenas comenzaron a cantar el himno nacional. Pum, pum, pum, cayeron los culatazos sobre las testas, una de las cuales era del líder perredista; los más avispados corrieron. En medio de la gresca, llegó el senador Auldárico Hernández y pidió calma; los oficiales, por respeto al fuero, lo escucharon. Exigió que lo dejaran llevarse a Andrés Manuel, y se lo concedieron.

Pero las cámaras fotográficas habían captado una imagen que pasaría a la historia: las manchas de sangre, como heridas de guerra, en la camisa y los cabellos de López Obrador.

(Veinticuatro años después, aquel tenaz luchador ejerce de Presidente en Palacio Nacional. Los chontales, en tanto, sufren todavía derrames y pobreza https://bit.ly/3361NeP).

II

Una mirada ligera o suspicaz podría creer que el hombre de Macuspana se acerca a los pobres para obtener provecho personal, en este caso, provecho político. Semejante opinión, por otro lado, es natural; en democracia, siempre será ventajoso congraciar a las muchedumbres para ganar elecciones o salir fortalecido. Políticos como Mussolini o Hitler aseguraban a sus pueblos que el gobierno les pertenecía, que estaba a su merced, cuando de facto era lo contrario: ellos le pertenecían al régimen. En mi manera de ver, este no es el caso de López Obrador.

Cuando veo al Presidente preocupado por los pobres, lo siento sincero; su malestar es real. Lo mismo ocurre con los problemas de inseguridad, de salud y de crecimiento. Su inquietud por dotar de fármacos a hospitales y de restablecer la paz en diversas ciudades es auténtica. El problema viene después, cuando ensaya la solución.

El Presidente parece convencido de que las crisis son de fácil arreglo. Ante la falta de liquidez, trata de financiar las compras de gobierno con un sorteo de lotería o con subastas públicas; ante la violencia, con una jaculatoria a las abuelas de los delincuentes para que los aconsejen de seguir el bien; ante la marginación, sembrando árboles maderables, aunque solo sobreviva el 7 por ciento en el primer año de operación.

Por sus ideas raras e informales, da la impresión de que López Obrador quiere superar los problemas actuales de un día para otro, en un tris. Quizás cree en el refrán “querer es poder” o lo usa al pie de la letra. De que es un hombre conmovido por los necesitados, está claro; de que sepa resolver crisis y conflictos, aún está a prueba.

Si se diera tiempo, si aceptara un marco de referencia de largo plazo, un proyecto transexenal, seguro tomaría decisiones menos triunfalistas o apresuradas.

III

Andrés Manuel López Obrador es el primer luchador social en llegar a Presidente de México. Como dirigente político, nunca dudó en hablar por los desposeídos y las mayorías; sudaba en las marchas, tomaba pozos petroleros y terminaba herido y sangrado junto con los pobres, víctima, incluso, de un proceso de desafuero siendo alcalde legítimo de la capital. Nadie, entre los políticos viejos y nuevos, se ha expuesto ni arriesgado tanto. Su estampa de rebelde y antisistema ya es imborrable en el imaginario nacional.

Nada más lógico, también, que utilizar esta historia para ganar elecciones e influir en la política. Se ha insistido mucho, románticamente, que los ciudadanos votan por motivos ideológicos. Este pudiera ser el manido voto razonado, que algunos sitúan en el 1 por ciento del total. Se requiere gran cantidad de información y conocimientos adquiridos para valorar de ese modo a los candidatos, y en México pocas personas se comportan así. No; el tiempo apremia a los equipos de campaña, y la mejor estrategia es contar una historia heroica. En tal caso, no hay otra como la de López Obrador.

“El marketing político… es, a fin de cuentas, una abominable manifestación de la distorsión de la política por el poder del dinero”, ha escrito Pedro Miguel, intelectual orgánico de la Cuarta Transformación. Para decir esto solo puede haber dos razones: o desconoce el marketing o desconoce la política. Me inclino por lo primero. López Obrador está en Palacio Nacional gracias a una narrativa bien preparada en libros y documentales que la gente conoce: el defensor del pueblo, el incorruptible, el austero. Quienquiera verificarlo, hay una vasta colección de imágenes, testimonios y grabaciones que lo demuestra. La sangre sobre su camisa, fotografiada en 1996, es un mensaje de su servicio a los desfavorecidos, y en ello va el marketing.

Para su desdicha, en las imágenes de él que se recopilan hoy, las de su etapa presidencial, ya no luce tan austero, ni tan defensor, ni (aunque parezca inaudito) tan  incorruptible. Sirva de ejemplo el video de su querido hermano con bolsas de dinero destinadas a su movimiento; se lo ocultaron al INE y, posiblemente, al SAT.

Pero, a pesar de cambios y experiencias, aún queda el hombre decidido que recibió culatazos en 1996.

julian.javier.hernandez@gmail.com



JULIÁN J. HERNÁNDEZ ha sido editor y colaborador en periódicos de Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México. Actualmente es asesor en temas de comunicación y copywriting. https://medium.com/@j.j.hernandez

Las opiniones expresadas por el autor no reflejan necesariamente el punto de vista de MOBILNEWS.MX

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