La del 1 de julio de 2018 fue, sin duda, una de las jornadas que marcarán la historia contemporánea de nuestro país. Culminaba una campaña electoral que trajo consigo uno de los cambios más profundos que México haya vivido en las últimas décadas, una de las rupturas políticas más trascendentales que la sociedad decidió impulsar en la cúspide del poder.
Estas líneas pretenden recoger lo que hace un año aconteció ese día en el círculo más cercano de José Antonio Meade, quien contendió por la primera magistratura en condiciones increíblemente adversas.
La cita para el equipo fue alrededor de las nueve de la mañana en el domicilio del candidato. En el condominio horizontal de Chimalistac se respiraba un ambiente diferente al de un día común. Los vecinos esperaban la salida de quien había venido a trastocar la tranquilidad habitual del barrio, pero a quien siempre han guardado un particular aprecio.
Las cámaras de televisión estaban apostadas desde muy temprano en las puertas de la casa de la familia Meade. Las transmisiones en vivo daban cuenta de la entrada y salida de quienes acompañaríamos al candidato en esa jornada tan particular para el futuro del país.
Poco después de las nueve de la mañana, Meade cruzó la puerta de su casa acompañado por su esposa e hijos para dirigirse a depositar su voto.
Atiborrada de reporteros, la escuela que fue habilitada como casilla electoral resultó insuficiente para recibir a los medios que dieron seguimiento a las actividades del candidato de la coalición Todos por México.
Hechas las primeras declaraciones a la prensa, Meade regresó a su domicilio para luego acudir a misa, en donde los mismos reporteros lo esperaban a la entrada de la pequeña parroquia de San Sebastián el Mártir, en las viejas calles de Chimalistac. Decenas de feligreses se acercaron a él para saludarlo en un domingo que sería muy diferente a los que habitualmente suelen transcurrir en esa iglesia.
Para el mediodía, Meade había recibido ya algunas llamadas de su equipo para darle las primeras tendencias y percepciones sobre el proceso electoral. La información la guardaba para él; con poca gente la compartía.
Terminada la misa, caminó a casa de su padre, Dionisio Meade, en donde lo esperaba un grupo de amigos, colaboradores y colados que buscaban departir un momento con el candidato. Ahí estaban la hoy senadora Vanessa Rubio y el secretario particular Antonio Rojas, con un primer corte de las encuestas de salida en sus manos. Las noticias no eran buenas, pero había que compartirlas con el candidato.
Meade corroboró lo que se le había adelantado. No había espacio par alcanzar la victoria. La sugerencia que se le hizo fue que, cerradas las casillas, a partir de las ocho de la noche, saliera de inmediato con un mensaje para reconocer la victoria de Andrés Manuel López Obrador. Otras voces le habían recomendado esperar a las 11 de la noche. Su nivel de estadista debía ser refrendado. Con su decisión, el cinco veces secretario de Estado buscaba dar tranquilidad a los mercados, sentar las bases para una transición ordenada y dignificar la imagen de los políticos, poniéndose por encima del árbitro.
Ahí comenzó a imaginar lo que sería el discurso de esa noche. Había que comer rápido, entre amigos, en familia, para después trasladarse a la sede nacional del PRI, para reunirse con sus demás colaboradores y preparar el cierre de esta aventura, que marcaría el inicio de una nueva etapa para el país. Una etapa hoy llena de incertidumbre.
Segundo tercio. Vendría después una tarde de sentimientos encontrados en la sede nacional del PRI.
Tercer tercio. Todo se decidió en las oficinas que algún día ocupó Luis Donaldo Colosio. Los detalles, en segunda y tercera parte de este texto.