“En un tiempo de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”, George Orwell.
Corría 1814, o sea, que algo ha llovido ya. Había pasado la oleada revolucionaria que supuso el tránsito del absolutismo al liberalismo político. Dos años antes, en plena ocupación francesa, se había promulgado en España la Constitución de Cádiz, espejo de todas las iberoamericanas y referencia de la nueva Europa progresista. En ese año de gracia, 1814, regresaba del exilio Fernando VII, conocido hasta entonces como “El Deseado”, pero que pasó a la historia como el “rey felón”. Una metamorfosis digna de análisis. Lo primero que hizo fue desconocer la ejemplar Carta Magna y restaurar el absolutismo, y al efecto se escenificó un recibimiento popular en el que los caballos del carruaje del Rey fueron desenganchados y sustituidos por personas, supuestamente, del pueblo, acuñándose para su mayor gloria el lema “¡Vivan las cadenas!”. Hay quienes sitúan el evento en Madrid, y otros defienden que sucedió en Valencia. Es lo de menos, la enseñanza principal es que chayoteros hubo siempre y esclavos felices también. Nada hay nuevo bajo el sol.
AMLO, y esperemos no tener que entrar en la comparación, fue por mucho tiempo el deseado, y hasta el lema de su partido afirmaba ser la esperanza de México. Con tales prebendas accedió finalmente al trono presidencial, y por ahora su carruaje sigue avanzando con la fuerza de sus fieles, inasequibles al desaliento. Aunque en los datos de SABA Consultores hay ciertos signos de un aumento del rechazo a su labor, esto, en términos prácticos, tan sólo es en mi opinión un incremento de la polarización. Los indicios de deterioro son demasiado leves para hablar de un desgaste real. Subieron, ciertamente, las calificaciones bajas, pero también lo hicieron las altas. Y además, aumentó el porcentaje de quienes consideran a AMLO el mejor político de México, al igual que el de quienes se identifican con Morena. Su aprobación sigue sólida.
Transitamos por un momento dubitativo y peligroso. Los mensajes discordantes desde el Gobierno Federal, están a la orden del día desde que inició esta crisis. Naturalmente, el “Top of mind” demuestra que el pensamiento ciudadano está copado por el Covid19. Pero se están revirtiendo tendencias en cuanto a la preocupación: la inseguridad regresa al alza y el coronavirus pasa a la baja. En términos prácticos, disminuye la prevención hacia el virus justo cuando inicia su fase más crítica. En paralelo, y al contrario que hace unos días, aumenta el número de los que consideran muy difícil o difícil respetar el confinamiento. Esto no sólo está en los datos, también en las calles, en especial en la Ciudad de México, que es precisamente el foco más activo. En todo caso, esa actitud general puede tener que ver, o bien con la imposibilidad material de permanecer en casa por razones económicas, o bien porque, en muchos casos de forma manifiesta, las gentes no creen en la realidad del virus, o al menos no en su auténtica dimensión. Lo que parece claro es que el componente de preocupación económica es mayoritario, como de hecho nos muestra el indicador sobre la afección que más inquieta a los mexicanos a consecuencia de esta contingencia. No es una inquietud caprichosa: sabemos hace semanas que hay un aumento significativo del grupo de quienes tienen menos ingresos. Acordémonos del famoso eslogan de Clinton: es la economía, estúpido. Dicho sea sin ánimo de señalar.
Ocurre también que los ciudadanos están obviando o ignorando el problema por esos mensajes incoherentes que han recibido, y en eso ha tenido un protagonismo estelar el propio Presidente. A nadie se escapa que el influjo de AMLO en gran cantidad de personas es mucho más potente y decisivo que el de las conferencias de prensa de la Secretaría de Salud. Andrés Manuel ha querido, como en tantas otras cosas, chocar reiteradamente con la realidad, tal vez con el objetivo de reducir el impacto en la opinión pública, o al menos la parte anímica de este. En ese sentido, ha tenido éxito en comunicar, natural y especialmente a sus fieles, una cierta sensación de control que minimiza el problema, y que es uno de los factores explicativos de su falta de desgaste. Por otra parte, la escenificación diaria de López Gatell y su aluvión de datos no son relevantes para la gente común. Parece más un esfuerzo propagandístico (al margen de la a veces evidente inconsistencia de los datos) por transmitir una intensa actividad e igualmente la imagen de una situación controlada. Ambos vectores, mensajes del Presidente y bombardeo de datos, mezclados, pueden estar resultando efectivos para los intereses de imagen de AMLO, que continúa con su insistente actitud de manejarse en el gobierno igual que en campaña. Pero han generado un laxo compás de espera. Y se siguen sin tomar, ni mucho menos, las medidas paliativas suficientes para frenar, sobre todo, el impacto económico.
La descoordinación dentro del propio gobierno y las contradicciones son constantes: ya le sucedió con Sheinbaum, e incluso con Ebrard. El denominador común de todo esto es que Andrés Manuel necesita tener el control, y además demostrarlo explícitamente. Para él, el autoritarismo no se limita a una mera tentación: parece un principio vital y se diría que casi ideológico. El conflicto con el BID y los empresarios es la última y preocupante prueba de ello, en pleno umbral de la peor fase. Una vez más, envía a la masa de sus seguidores el mensaje maniqueo de que el mundo se divide en buenos y malos. El jefe de los buenos es el Presidente, y en consecuencia lo serán quienes lo sigan, y el control debe tenerlo él, aunque para ello tenga que desautorizar al Secretario de Hacienda o a quien sea necesario. Es la única explicación a su molestia cuando los empresarios únicamente buscan soluciones que, por una parte, el gobierno no les ha ofrecido, y por otra y sobre todo, no significan menoscabo alguno para el Estado. Un problema es que la realidad global se impone, y eso es algo que no puede controlar. Y otro tal vez más grave es que su ligereza al minimizar la crisis, con tal de mantener sus niveles de aprobación, ha provocado que muchos ciudadanos la desconozcan. La responsabilidad de AMLO al arrogarse el protagonismo es, por tanto, total: tanto en lo que se refiere a la actitud ciudadana ante el virus, como a la gestión sanitaria y, sobre todo, a las medidas económicas. Exigir que asuma la responsabilidad contraída es, al cabo, hacer honor a lo que él mismo ha querido.
Todos estos datos que nos ofrece SABA, además de perfilarnos una realidad, tienen una gran utilidad práctica: la prevención y la anticipación. Uno de los recuerdos que permanecen vivos de mi adolescencia eran las continuas advertencias, en la escuela y en la casa, ante nuestros primeros encuentros con el sexo opuesto: había que extremar precauciones y no ser alocados, porque “antes de llover, chispea”. Al margen de lo gráfico de tal apercibimiento, que les aseguro condicionó gravemente la actitud receptiva de muchas féminas de mi generación, parece claro que a veces es mejor prevenir, pero también que existe el aprendizaje por experiencia. Hace pocas semanas, el periodista Javier Somalo, analizando estos turbulentos tiempos, afirmaba: “Antes de la censura expresa y desacomplejada –oficial y por decreto– siempre llegan la desinformación, la ocultación y la manipulación. Son como el rayo y el trueno. Sólo hay que esperar para oír lo que ya se ha visto, que es la misma cosa.” No puedo estar más de acuerdo. En estos días de zozobra es conveniente leer entre líneas para que no nos pasen inadvertidas las primeras señales que preceden a la tormenta. Igual que en la admonición que nos prevenía sobre las consecuencias de nuestros púberes impulsos amorosos, lo pequeño lleva a lo grande. Una velada amenaza pueden ser unas inofensivas gotas que anuncien la borrasca de lo autoritario. Sobre todo cuando tenemos ejemplos previos de gentes confiadas que acabaron arrastradas por la riada. Y también para que no nos veamos sustituyendo a los caballos del carro del rey.
Mal que le pese a AMLO, que sigue sin entender que no entiende, se trata de la economía, y no añadamos aquí el adjetivo del eslogan. Si además del posible colapso sanitario, no se evita el colapso económico, a muchos lo que les va a nacer por dentro no van a ser precisamente flores. Hoy mismo, en la mañanera, hemos visto un lema: “Democracia, sí; autoritarismo, no”. Ya saben lo que significa una excusa no pedida. O dime de qué presumes, y te diré de lo que careces. Si no quiere que nos suene a autoritarismo o a algo peor pretender concentrar en el ejecutivo poderes que corresponden al legislativo, aunque sea a través del oportuno suicidio de este, lo más sencillo es que no intente dañar la ya de por sí débil estructura de contrapesos del Estado mexicano. Porque me resisto a no creer en la buena intención de Andrés Manuel, pero resulta que a muchos, fíjense, no nos está gustando el modito ni somos aficionados a darle vivas a las cadenas. Ese modito que le sale de vez en cuando, con el que regresa el AMLO de la chachalaca y el que mandaba al diablo las instituciones. Y no puedo dejar de temer que ese sea el verdadero, y que el otro tan sólo apareciera con el objetivo de llegar al sillón presidencial. Ojalá y, finalmente, se le recuerde como “el deseado” y no como otra cosa.