“Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nadaâ€, Hannah Arendt.
Seguimos bajo el signo de sucesos que deberÃan ser epatantes (que pretende causar o causa asombro o admiración), en cualquier sociedad normal. Los últimos, que harÃan tambalear gobiernos en cualquier democracia arraigada, han sido, por un lado, lo del Mayo, escándalo acompañado de toda clase de dudas y sospechas. Lo triste es que Zambada llegue a tener más credibilidad que un gobierno que ni supo por dónde le venÃan en el proceso de detención. Por otro, la vergonzante puesta de perfil ante los gravÃsimos acontecimientos en Venezuela. Finalmente, el proceso de asalto por parte de la 4T a los poderes legislativo y judicial, quizá la última fase de la consolidación de una nueva hegemonÃa que replicará, de forma curiosa y lamentable, a las largas décadas del “partido oficialâ€. Lo del legislativo, mediante lo que a mi parecer es un fraude de ley. Lo del judicial, acomodando mejor a los jueces en sus poltronas para que se les pase lo escrupuloso, aparte de con las continuas injerencias de López Obrador en procesos judiciales. Como seguimos navegando por intuición, sin los datos de SABA Consultores, no sabemos cómo se lo están tomando los ciudadanos, pero me atreverÃa a decir que sin especial énfasis. Más bien como algo consustancial al funcionamiento del Estado, lo cual es inmensamente triste y preocupante. Durante este sexenio, pequeños o grandes escándalos polÃticos han pasado sin pena ni gloria y sin golpear polÃticamente a nadie, más allá del puro chisme y sin mayor análisis del trasfondo.
Esta aceptación de los hechos consumados es algo a lo que una gran parte de los mexicanos fue inducida durante años, y cuando parecÃa que despertaban de la anestesia, la han vuelto a recibir por la vÃa rápida desde los laboratorios de la 4T. Por años hemos visto que la máxima inquietud de los mexicanos es la violencia y la inseguridad, y que en los acontecimientos que captaron la atención del público eran mayorÃa abrumadora los relacionados con ello. Sin embargo, en pocas o ninguna ocasión eso ha tenido consecuencias polÃticas para los responsables de combatir tales lacras, a saber, Andrés Manuel López Obrador y su equipo de gobierno. Nada me hace pensar que ahora sea distinto. Todo es consecuencia de una especie de aceptación de un estado de cosas que va desde la omnipresencia del narcotráfico hasta la asunción, de alguna manera, de la corrupción como algo consustancial al poder.
Algo que seguro ustedes han escuchado o experimentado, quizá en muchas ocasiones, es aquello de “no me creo nadaâ€. Esta es la expresión del desapego y del hartazgo, también del conformismo, y en algunas ocasiones incluso de una candorosa buena fe. Lo que no cambia es el resultado final: no ver o no querer ver lo que está ante nuestros ojos. Implica también que analistas y medios de comunicación viven sus horas más bajas, inmersos en el maremágnum de las redes, donde campan a sus anchas la intoxicación y las patrañas, ahora llamadas “fake newsâ€. El aparente y aceptado descrédito alcanza de lleno la clase polÃtica, pero contrasta fuertemente con la popularidad de la que ha gozado el presidente saliente durante casi todo su mandato. La gran pregunta que lanzo es por qué, en ese ambiente de descreimiento, cuando Andrés Manuel ha salido a la palestra cada mañana desde su púlpito del Palacio Nacional, para muchos mexicanos cuanto ha dicho ha resultado casi artÃculo de fe. Es un fenómeno sociológico digno de consideración, y que, como he dicho en otras ocasiones, no puede remitirse tan sólo al agradecimiento por unas dádivas.
Esto nos lleva a un concepto importante: el de la obediencia. Mucho más fácil de conseguir si, en primer lugar, no se tienen referencias morales claras, de lo cual es sÃntoma muchas veces el conformismo mencionado. Pero no hay que perder de vista la sacralización de la figura presidencial, que no ha inventado, pero sà recuperado, Andrés Manuel, que no deberÃa tener sentido en un Estado plenamente democrático. SÃ, por supuesto, la dignidad del cargo, pero nunca la casi divinización personal de quien lo ostenta. Un ejemplo claro de lo que digo es el famoso lema “es un honor estar con Obradorâ€. Consigna sumamente ilustrativa, porque relaciona los conceptos de honor, pertenencia y sumisión. Por contraposición, serÃa un deshonor no seguir ciegamente a AMLO, lo cual descalifica “ad hominem†a todo opositor por el mero hecho de serlo.
Lo anterior no es casual, sino fruto de un proceso sumamente estudiado que tiene como objetivo que no se discutan las decisiones de la élite, dirigida en este caso por López Obrador (quién sabe si como mero comisionado), en función de una supuesta infalibilidad de su persona. Se culmina asà la idea de polarización, que se concreta en que todo aquél que manifieste su desacuerdo se pone en contra no ya de AMLO, no ya de la figura presidencial, sino de la Nación misma. Esta idea fue ampliamente desarrollada en tiempos del PRI, y se manifiesta aún hoy en una suerte de temor reverencial, por ejemplo, a una renuncia anticipada, que podrÃa traer quién sabe qué consecuencias y desestabilizaciones. Lo lógico serÃa lo contrario: que un Estado de Derecho consolidado tuviera mecanismos de permanencia que protegiera las instituciones por encima de quienes las ocupan. Una forma de expresarlo serÃa lo dicho hace dos milenios por Cicerón: “Nadie debe obedecer a aquél que no merece mandarâ€. Es decir, la dignidad la posee el cargo, no por definición el que lo ostenta, que bien lo puede ultrajar, como nos demuestran tantos casos en la historia.
Pero a los mexicanos se les ha inculcado la idea contraria. La presentación del libro de Beatriz Gutiérrez Müller fue un acto más polÃtico que cultural que resulto paradigmático. Los asistentes enfebrecidos coreaban el lema oficial sobre el honor y el sentido de pertenencia, y la todavÃa primera dama sentenciaba: “Este paÃs ya cambió, no hay marcha atrásâ€. Ese es el mensaje que se pretende inocular, según el cual nada puede hacer un buen ciudadano de la 4T más que aplaudir, o a lo sumo resignarse. Pero ojo, siempre hay marcha atrás, y todo es reversible. Quizá algún dÃa se pase la anestesia, y como dice el dicho popular: al que preña se le olvida, pero al preñado no.