Héctor Guerrero

LOS TOCABLES
En un país donde el abuso de poder ha sido la constante histórica, arrebatar el amparo equivale a desarmar a la sociedad. Y cuando la ley deja de protegernos a todos, deja de ser ley: se convierte en instrumento del miedo.


Mientras el mundo discute palabras, Gaza se muere. Se castiga a toda una población por el crimen de haber nacido en Palestina. 


El verdadero peligro para México está en la construcción de un autoritarismo silencioso, de una concentración paulatina de poder que se justifica en nombre de la eficacia y del orden, pero que en realidad debilita la pluralidad institucional.


La defensa se complica cuando la acusación viene de casa. No ayuda que la denuncia provenga del propio gobernador de Tabasco, Javier May, heredero del entramado político que Adán dejó en su estado.


La historia le brinda una oportunidad rara a la presidenta Claudia Sheinbaum, dar un golpe de autoridad que demuestre independencia frente a las redes de corrupción heredadas, que rompa la inercia de impunidad y deje claro que la función pública tiene límites.


El discurso oficial presume haber combatido como nunca la corrupción, pero episodios como el de los marinos involucrados en el contrabando de combustibles exhibe su hipocresía. 


La caída del hoy morenista muestra, con crudeza, cómo el sistema político mexicano sigue abierto a la captura de personajes cuyo único talento es el grito, cuyo único programa es la rapiña, cuyo único horizonte es el beneficio personal disfrazado de lucha social. 


Es imposible no verlo como el Alfredo Adame de la política mexicana: un personaje que grita, golpea, dramatiza y se presenta como víctima mientras todos observamos entre el asombro y la risa contenida.


La contradicción en el Proyecto Portero exhibe de nuevo el desencuentro crónico entre México y la DEA, una relación hecha de mutuas suspicacias, desconfianza, ofensas soterradas y, sobre todo, soberanías heridas.


La justa medianía, convertida por la 4T en símbolo moral, no era sólo un ajuste contable, sino un mandato político: vivir como la gente a la que se representa.


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