En mis visitas a USA, siempre me asombró ver en muchas casas de mexicanos en San Antonio, Texas, mostrar al frente, como se acostumbra allá, no una, sino dos banderas: la de barras y estrellas y la del águila y la serpiente. Dos banderas que conviven con gracia y dignidad en un solo hogar, cuyos habitantes sin pensarlo parten su corazón en dos patrias.
¿Es una herejía lo que dijo? ¿Dos patrias? Los millones de mexicanos en Estados Unidos (con o sin papeles) forman una gran nación mexicana (38.5 millones, según el censo 2020, *con sin papeles*, poco más del 10% de la población total) que, a fuerza de la convivencia, se vuelve americana. No dejan de comer tacos, pero ahora con tortilla durita predoblada y salsas que no pican, american taste, you know.
Propongo, por tanto, que pensemos en el 4 de julio como el Día de la Independencia de Estados Unidos, pero además como un 4 de julio en el que los mexicanos se transforman genuinamente en norteamericanos. Lo hacen porque han peleado en el Pacífico, en Corea, en Vietnam y en Iraq y Afganistán codo a codo como soldados, marinos en la Navy.
Lo hacen porque mezclan el inglés con el español sin problema, cantan allá canciones rancheras el 5 de mayo y entonan el himno estadounidense el 4 de julio.
Muy poco hemos reflexionado en México sobre esa condición tan especial de nuestros paisanos. Casi no hemos puesto atención en Canadá, nación que este 1 de julio celebró su independencia y en la habitan también muchos mexicanos (alrededor de 100 mil) a lo largo de su inmenso territorio, además de turistas, trabajadores agrícolas temporales y estudiantes que lo visitan. Quienes son ya ciudadanos canadienses y mexicanos, por la doble nacionalidad, festejaron ese día a su segunda patria.
Volcados como estamos en México hacia el interior, cortos de miras y escasos de visión internacional, sociedad y gobierno mexicanos no perciben la extensión del fenómeno ni las oportunidades que nos abriría.
Cuando en 1994 entró en vigor el TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) me pareció un gran paso y lo llegué a considerar, ingenuamente, que podría seguir una ruta de integración similar a la experiencia de la Unión Europea: una asociación comercial, al principio, para llegar a una plena integración económica, política y social, al final.
El tiempo me hizo entrar en razón, pues el TLCAN (ahora TMEC) nos trajo muchos beneficios, pero no pasó la etapa de un acuerdo comercial, probablemente no lo haga en mucho tiempo.
No importa tanto eso porque, por otras vías, esa integración social, económica y cultural entre mexicanos, estadounidenses y canadienses, ya está en marcha desde hace décadas y será la base para futuros cambios en la esfera política entre los tres países. Esa es la apuesta de México desde 1994: mirar hacia América del Norte en detrimento de la América Central.
Los costos y beneficios están a la vista, no me toca hacer aquí un balance. Lo que deseo señalar es la experiencia de vida de muchos mexicanos que, a través de dos nacionalidades (haga usted la combinación que quiera: mexicoestadounidenses o mexicocanadienses), muestran una capacidad de adaptación y una resiliencia admirables ante las adversidades.
Larga vida a Estados Unidos y Canadá les deseo desde México. Sus guerras culturales (muy intensas) son también nuestras, sus ciclos económicos nos levantan o nos hunden, de su gobernanza depende en buen grado la nuestra. Los mexicanos de a pie lo saben mejor que sus políticos: trabajan, viven y se esfuerzan por dos patrias, les alcanza el corazón para eso y más sin necios discursos patrioteros que dividen a los gobiernos y polarizan sociedades. Muchos de ellos borraron hace tiempo la frontera en su mente.
Así que el 4 de julio hubo carne asada, cerveza y tequila en San Antonio y en Monterrey, ¿por qué no? También el día fue nuestro.