No es una pregunta ociosa o retórica la que me planteo aquí, sino un intento de poner en claro un par de cosas: primero, todo desafío a la autoridad es permisible cuando su ineptitud, errores y mala fe son evidentes; segundo, el desafío a través de tribunales y la resistencia civil pacífica es la frontera de la legalidad de la protesta, pues más allá de eso se adentra uno en un territorio en el cual se difumina lo legal y lo ilegal.
Hablemos en particular de la figura del Presidente de la República. En México y la América Latina, un Presidente es la figura más visible y reconocible del poder. La percepción popular lo identifica con el Estado, no con el Gobierno, y la atribuye poderes y capacidades superiores y prácticamente sobrenaturales. Ningún Presidente latinoamericano es hoy tan poderoso como quisiera serlo, pero es en torno a ellos que se desenvuelven los medios de comunicación y se desarrolla la agenda pública: todo lo que diga un Presidente es, por definición, noticia importante.
A la hora del "deliver", como dicen los norteamericanos, es decir, de entregar buenos resultados y dar cuentas claras, los poderosos Presidentes latinoamericanos son por lo general un desastre y de una mediocridad palpable. Ante las críticas y señalamientos, sin embargo, lejos de avergonzarse y renunciar, se crecen en su arrogancia y descalifican a los opositores que cuestionan su "legitimidad" ganada en las urnas, como si dicha legitimidad fuera un permiso para tomar decisiones erróneas y lesivas para sus países.
Andrés Manuel López Obrador es un buen ejemplo de lo anterior, pero no es el único en el panorama latinoamericano. Por lo menos Guillermo Lasso (Ecuador), Sebastián Piñera (Chile) y Jair Bolsonaro (Brasil) han recibido recientemente desafíos a su desempeño en el gobierno que llegan al extremo de que se les exija su destitución. López Obrador enfrentará en abril próximo un referéndum para preguntar a la población si se le revoca o no como titular del Poder Ejecutivo.
En todos los casos mencionados, el desafío no es a su legitimidad ganada en las urnas, sino a su mal desempeño como gobernantes o dudosa reputación antes de acceder al poder. Tan sencillo como eso. Así que cuando ellos se defienden diciendo que se ataca a su legitimidad, se equivocan rotundamente: se cuestiona su incapacidad como gobernantes y su integridad personal.
Los Presidentes Lasso y Piñera enfrentan desafíos parecidos por conflicto de interés: Lasso aparece en los Pandora Papers con cuentas bancarias en el extranjero no declaradas en su país (antes de llegar a la Presidencia); Piñera era accionista de una empresa que hizo negocios con el gobierno, por lo cual se sospecha de tráfico de influencias. A Bolsonaro se le cuestiona severamente desde el Congreso y la sociedad brasileñas su pésimo manejo de la pandemia de Covid 19 y su soberbia y desprecio verbal a opositores y organizaciones de la sociedad civil.
En el caso de López Obrador, los cuestionamientos son múltiples: decisiones erróneas que dañan a la economía del país, una política de gasto público mal diseñada, el polémico manejo de la pandemia de Covid 19, el discurso de polarización y enfrentamiento con opositores, la satanización de medios de comunicación, periodistas y ONGs, el deterioro grave de la seguridad pública, los feminicidios, el enfrentamiento con Estados Unidos, el acercamiento a Cuba y Venezuela y un largo etcétera. Nada de eso, sin embargo, parece perturbar al Presidente mexicano, quien se limita a descalificar a las personas e instituciones que lo cuestionan sin molestarse por argumentar y razonar sus respuestas.
Nadie en su sano juicio en México, Ecuador, Chile y Brasil está pensando en armar una guerrilla e irse a la sierra. Afortunadamente, hay todavía a la mano instituciones y partidos desde los cuales dar la pelea, aunque persisten casos perdidos como la Nicaragua de Daniel Ortega.
Ejercer con energía la oposición política desde los partidos, ONGs y sociedad civil es lo que sigue para los ciudadanos. Agotar exhaustivamente las vías legales, abrumar a los tribunales con demandas y denuncias en contra de los gobernantes ineptos, muy legítimos quizá, pero que resultaron inútiles para las tareas que se les encargaron, dañan a la sociedad y a la economía con su ineptitud y bajo ninguna circunstancia deberían seguir en el cargo.
Reitero: todo desafío a la autoridad es permisible cuando su ineptitud, errores y mala fe son evidentes. En nuestras manos está el derecho a darles una buena patada en el trasero a los malos gobernantes.