Padre, aparta de mà este cáliz, esta tristeza de muerte que Jesús sintió en El Monte de los Olivos y que envuelve en una nube a mi nación entera que, en medio de la tormenta, no atina a encontrar la luz.
Hágase tu voluntad, sÃ, aunque yo no la entienda porque mi conocimiento es limitado, pero mi fe es muy grande; no dejes que sufran los niños sin padres, los padres sin hijos arrebatados por asesinatos y desapariciones, no permitas que ningún bebé deje de conocer a su madre.
Lo percibo en los rostros, en los gestos que dicen más que las palabras. Lo huelo en el aire, cae sobre mi piel como lluvia fina: es el temor a la tragedia, a morir en manos violentas o por un virus incontrolable o por un huracán despiadado. El temor a salir a los caminos cuando se ha perdido la esperanza y en el camino mismo encontrar la muerte, la violación y el abuso.
El cáliz de México lleno de injusticias y de veneno en las palabras, de conversaciones cortadas abruptamente, de un odio que no sé de dónde viene y que vacÃa los corazones de alegrÃa y esperanza hasta dejarlos secos, yermos y sin latidos.
Un cáliz que, si es nuestro castigo, no dejará quizá espacio para un renacimiento, lugar para guardar ahà la última esperanza viva, ¿no hay un Arca de Noé para los mexicanos? ¿Qué podemos hacer para recobrar tu gracia?
Tristemente, un cáliz que llenamos nosotros mismos con la sustancia equivocada: no fue la miel dulce y sosegada de la justicia, sino la hiel de la injusticia. Nos matan nuestros errores, es verdad, ¿pero se acabó acaso tu misericordia con nosotros? No lo creo asà porque tu bondad es infinita, a ello me atengo para mi nación.
Ahora entiendo a Jesús en su oración de hombre a su Dios y de hijo a su padre, y ahora comprendo y vivo con él esa profunda desilusión de saber que la humanidad es odio y tragedia, aunque en algunos momentos, sólo en algunos momentos, es amor y felicidad. Ahora entiendo a Jesús como hombre abrumado, y pido junto con él: Padre, aparta de mà este cáliz.
No estoy postrado de rodillas, inmóvil, invocando la misericordia divina. Por el contrario, como muchos otros mexicanos, tratamos de vivir nuestro viacrucis con una sonrisa en los labios, con la mejor disposición de salir adelante, proteger a la familia, procurar a los amigos, ayudar a la gente, llevar el pan a la mesa y enfrentar lo que venga. A Dios rogando y con el mazo dando.
Lo que me quiebra, a veces, es ver tanto sufrimiento alrededor y tanta gente que necesita ayuda, que no puede valerse por sà misma y a la cual no podemos ignorar ni pretender que no existe o que no es nuestro problema. Su sufrimiento es el nuestro, asà lo sentimos y en ello veo igualmente el rostro de un Jesús hombre: yo rÃo cuando tú rÃes; yo lloro cuando tú lloras, yo no entiendo a mi padre, pero acepto su voluntad.
Cuando me hablan de Jesús, el hijo de Dios, yo pienso más bien en Jesús hombre, el hijo del carpintero y el ama de casa, el migrante de los caminos hacia Jerusalén, el que amó a una mujer y vivió como cualquier otro de su tiempo hasta que descubrió la gracia que lo envolvÃa y la alta misión que tenÃa. El muchacho que tuvo miedo, dudó, renegó, fue tentado, incomprendido y juzgado sin piedad alguna. El que me transmite sus dudas (profundas dudas, legÃtimas dudas), pero me pasó una milésima de su gracia y su convicción profunda en los hombres y mujeres de su tiempo y de todos los tiempos, el que me ha señalado el camino para aguantar mi propio viacrucis, refunfuñando a veces, pero nunca dejando de creer ni de agradecer por el don de la vida; asà será hasta el final de mi camino.
Padre, aparta de México este cáliz.