Cuando se haga el saldo final del sexenio del presidente López Obrador, uno de los rubros con saldo negativo será el de su política exterior errática e improvisada; el peor saldo será, sin duda, el de la relación bilateral México-Estados Unidos.
Para cualquier presidente mexicano contemporáneo, la visión y estrategia que se requiere para lidiar con una superpotencia con la cual compartimos 3 mil kilómetros de frontera debe tener prioridad. No hay lugar para el aprendizaje, la improvisación ni los sesgos ideológicos o impulsos emocionales.
¿En qué punto se encuentra el gobierno de López Obrador frente a Estados Unidos?
Después de lidiar con dos presidentes (Donald Trump y Joseph Biden), ignorar las relaciones con el Congreso y el Senado estadounidenses, no cultivar una buena relación con el gobernador de Texas (estado con el cual compartimos casi 2 mil kilómetros de frontera), de fricciones comerciales severas con el TMEC y por desdeñar públicamente al embajador Ken Salazar, la respuesta es que se ubica en uno de los peores momentos entre ambas naciones desde la Segunda Guerra Mundial.
El punto de partida de la política exterior mexicana se encuentra en el Poder Ejecutivo por mandato constitucional. Tanto en el Senado como en el Congreso funcionan, es verdad, comisiones de política exterior en las que se revisan temas como la ratificación de tratados, los nombramientos de embajadores y la revisión de las decisiones presidenciales.
Es tan limitado el Poder Legislativo y son tan apáticos los diputados y senadores, sin embargo, que en la práctica se hace en política exterior lo que el presidente decida y quiera.
Una política exterior benéfica para el interés nacional no puede ejecutarse, sin embargo, si el presidente carece de visión, estrategia e interés en los asuntos internacionales.
El origen de esa actitud despectiva de AMLO ante los asuntos externos (resumida en el equívoco lema “la mejor política exterior es la política interior”) es su incomprensión del mundo externo y, en particular, del mundo político de los Estados Unidos.
Nadie le reprocharía nada al presidente López Obrador si hubiera decidido dedicarse por entero a la relación bilateral México-Estados Unidos, incluso en detrimento de la relación con el resto del mundo. Los beneficios de cultivar estratégicamente la relación con Washington, a conciencia y con inteligencia, hubieran superado los costos de ignorar al resto de las naciones.
No fue así como procedió AMLO. Ignoró al resto del mundo y se manejó a la defensiva, de forma reactiva y poco planeada ante los embates de dos presidentes norteamericanos.
Si algo se salvó del naufragio fue gracias a la labor de elevado nivel de la embajadora Martha Bárcena (2018 a 2021), primera mujer embajadora de México ante Estados Unidos, y su delicada labor de cultivo de los sectores políticos, empresariales y sociales de ese país que jugaban roles de gran importancia para México.
Ni por asomo hay evidencia pública de que se prepara en la presidencia o en el gabinete la formación de un grupo de trabajo dedicado exclusivamente a observar y analizar el proceso electoral en Estados Unidos.
Analizar, por ejemplo, cuáles serían las repercusiones para México de un posible regreso de Donald Trump a la Casa Blanca o de la permanencia de Joseph Biden para un segundo periodo de gobierno.
“En pocos rubros de la gestión gubernamental han sido tantos los estragos de este sexenio como en la política exterior. Afortunadamente para López Obrador, pero para desgracia de México, a nadie le importa mayormente”, escribió Jorge G. Castañeda (Secretario de Relaciones Exteriores entre 2000-2003) en su columna “La imperdonable ausencia de López Obrador en Guatemala” (Nexos, 15/01/2024).
Concuerdo con su punto de vista. Y agrego: el reto para los internacionalistas mexicanos es recuperar la política exterior del pantano en que se encuentra, llevarla a primer plano, y hacer de la relación bilateral México-Estados Unidos uno de los temas principales de la campaña electoral presidencial del 2024, junto a las preocupaciones internas.
Para México, ya no hay distinción entre política interior y exterior en el siglo 21, mucho menos en la relación con Estados Unidos.