Al verle, parecía uno de esos jubilados que llevan una vida modesta. Pero sus ojos cansados contaban otra historia. En el salón semioscuro, donde se reunieron jóvenes y viejos para escucharle, se respiraba en silencio. Con voz firme, Enric les habló del pasado, de soldados déspotas, de niños ejecutados de un tiro, de mujeres violadas y calcinadas; del Holocausto.
Los presentes quedaron estupefactos. Era el año 2000, y cada vez sobrevivían menos testigos del nazismo como aquel samaritano.
Su nombre era Enric Marco y había nacido en Barcelona, el 12 de abril de 1921. Poco después, su madre entró a un sanatorio mental, donde permaneció hasta su muerte en 1956.
En su madurez, Marco comenzó a frecuentar a ex prisioneros españoles de la II Guerra Mundial para contarles su caso. Eran hombres envueltos en la soledad, el recuerdo y la amargura. A ellos les dijo que había sido un joven afiliado a los círculos anarquistas durante la Guerra Civil, y que defendió a los humildes, a los campesinos y a los trabajadores. Amenazado por la dictadura, se había exiliado en Francia.
Marco dijo que se había unido a la resistencia francesa para sabotear en todo lo posible a los alemanes. Describió una vida de prófugo en barrios, callejones y a campo abierto, como una presa a la que los cazadores pisan la sombra. Sin embargo, lo peor vendría después.
Enric Marco era historia viviente, y todo mundo quería escucharlo. Lo invitaron a escuelas, clubes e institutos a hablar de su experiencia. Ante sus quietos oyentes, reveló que los nazis finalmente lo capturaron y lo habían enviado al campo de concentración en Flossenbürg, Baviera. Ahí, pasó hambre, frío y golpes. Vio morir de tristeza a hombres separados de sus hijos y esposas. Era corriente llenarse de piojos y garrapatas en sus covachas. Terminada la guerra, fue uno de los pocos que salió vivo.
En 2001, gracias a su valía, obtuvo la medalla al mérito Creu de Sant Jordi, otorgada por la comunidad autónoma de Cataluña. En 2003, los sobrevivientes españoles del holocausto lo nombraron presidente de la Asociación Amical de Mauthausen. En adelante, Marco asistió a programas de televisión y radio, y ofreció entrevistas a la prensa. En todos dejaba una honda impresión.
En 2005, invitado por el Parlamento Español para conmemorar a las víctimas de crímenes contra la humanidad, Marco subió a la mayor tribuna de su país, y expuso un cuadro rico en episodios de crueldad, fortaleza y ternura. Los legisladores salieron conmovidos.
Entre el público solo un hombre, Benito Bermejo, miraba al sobreviviente con desconfianza.
Especializado en historia de la II Guerra Mundial, Benito Bermejo Sánchez había seguido a Enric Marco desde hacía unos años, interesado en su testimonio. Investigó en los archivos de España, Francia y Alemania acerca del sobreviviente, visitó lugares y recogió documentación relacionada con los hechos narrados por Marco. En efecto, Flossenbürg había sido la tumba de miles de jóvenes españoles perseguidos por los nazis.
Pero halló más que eso.
Con base en evidencias y pruebas, Bermejo demostró que Marco nunca estuvo en el campo de concentración de Baviera y jamás había militado en la resistencia francesa. Donde sí estuvo fue en la ciudad alemana de Kiel, pero no para combatir a los nazis sino para ayudarlos: fue contratado como obrero en la industria bélica, aprovechando la mano de obra barata que exportaba España por entonces. Incluso, lo corrieron por incompetente, y más tarde fue deportado.
Así, ante los ojos sorprendidos de su gente, Enric Marco apareció como un impostor, un mentiroso, un hablador, lo único que era. Sucedió a unos días de un encuentro con el presidente Rodríguez Zapatero.
Al poco tiempo, le retiraron la presidencia del Amical de Mauthausen y la medalla Creu de Sant Jordi.

LAS PALABRAS ENGAÑAN
Para un comunicador, que privilegia el lenguaje verbal en sus tareas, resulta difícil entender que este instrumento se vuelva inconveniente y, en muchos casos, repugnante.
Hay una idea, más o menos fraterna, en cuanto al uso de las palabras: son un elemento esencial para la transmisión de conocimiento. Pero, al mismo tiempo, suscitan falsedades, equívocos, confusiones. En la búsqueda de la verdad, de saber universal, algunos filósofos tienden a disminuir su importancia. En la literatura, sobre todo en lenguas latinas, sucede lo contrario: el verbo brilla como un sol en los espíritus y es motivo de contemplación absoluta.
Fascinado por su ritmo y musicalidad, uno puede embriagarse del lenguaje y dejarse arrullar de sus movimientos. Entonces, se toma por verdad cada hecho que expresa e indica: ya nada resulta falso porque todo suena armónicamente. Seguiríamos en el error de no ser por la amonestación de algunos pensadores.
¿Por qué nos timan con discursos? Después de hacerme esta pregunta, hallé accidentalmente un artículo sobre Alfred Korzybski, pensador polaco, autor del libro Ciencia y Cordura. Este hombre afirma que el significado de las palabras sustituye en nuestra mente a la realidad. “El mapa no es el territorio”, dice en su obra, un aforismo que invita a experimentar, constatar o verificar el objeto de estudio en vez de quedarse con el solo enunciado. Encarece también el uso de las ciencias exactas y las matemáticas en la búsqueda de la verdad; estamos acostumbrados a creer en la estructura del lenguaje como método científico, según Korzybski, en la lógica verbal por encima de la observación empírica. A los amantes del lenguaje les ha dejado esta última sentencia: “Los individuos sanos le dan más valor a los hechos que a las palabras”.
En línea con el polaco, conocí después a Stuart Chase y Colin Murray Turbayne. El primero, con pocas variantes, es más Korzybski: una crítica al sistema filosófico basado en ideas preconcebidas y generalizaciones (The Tyranny of Words). En tanto, el segundo denuncia el carácter figurado del lenguaje como un problema para captar la realidad y ofrecer una imagen fiel de las cosas. “Tendemos a pensar que la estructura del lenguaje es la estructura del mundo”, dice el autor.
A tono con estos escépticos, recordé una frase leída a Teófilo Gautier hace 25 años: “Las palabras son hembras; viriles, las acciones”. Por su dejo machista, no creo que se cite demasiado.
A mi entender, mientras pienso en mis propias experiencias, en encuentros y rupturas, en logros y fracasos, a mi entender, repito, las palabras expresan con más profundidad las emociones que los hechos, la subjetividad que la objetividad. Nos rendimos a ellas, sobre todo, para sentir, para soñar, para recordar. Por eso, los españoles no vieron al impostor en Enric Marco sino al sobreviviente del Holocausto.
No sé hasta dónde sigamos con esa actitud en los tiempos actuales, si nos hechizan más las palabras que los hechos. Recuerdo ahora este última proverbio: “Toda palabra es una palabra de más”.