Durante su gobierno Mao Zedong aprendió una poderosa lección después de impulsar la política llamada de “las cien flores”, según la cual todas las voces, incluyendo las disidentes, debían ser escuchadas, política que ocasionó una oleada de críticas que estuvieron a punto de ocasionar un desaguisado en China. El aprendizaje fue que no era bueno para el gobernante que se quiere todopoderoso, tolerar la crítica.
A partir de ese momento, quienes habían confiado en Mao y realizado una serie de señalamientos sobre el comunismo y el partido gobernante, fueron destituidos de sus puestos, enviados a campos de aprendizaje para su reeducación y, muchos, pasaron a mejor vida. La historia nos la cuentas novelas como “Sorgo Rojo” o “El problema de los tres cuerpos”.
Así como Mao, otros gobernantes, antes y después de él, aprendieron que ejercer el poder autocráticamente solo puede hacerse en ausencia de voces disidentes, de voces que se atrevan a señalar cuando el rey va desnudo.
La consecuencia de este “aprendizaje” se manifestó en el llamado “El gran salto hacia adelante”, que trajo consigo una serie de políticas “inatacables” que hundieron a China en una crisis económica de grandes proporciones, la cual costó según algunos cálculos, 50 millones de muertos.
Los caminos fueron construidos por los habitantes de las distintas provincias, porque ellos sabían exactamente lo que necesitaban, se acabó con los gorriones porque eran una plaga y todo instrumento hecho de hierro fue fundido para generar acero necesario para la modernización del país.
Como nos muestra la historia, al acabar con los gorriones, las plagas, que no de carácter bíblico, barrieron con los cultivos, los cuales, a su vez, no pudieron ser atendidos debido a la falta de instrumentos de hierro, fundidos estos para generar el acero que el país necesitaba, en pocas palabras: la hambruna.
Como hoy Trump, Mao se consideraba a sí mismo el hombre más inteligente del mundo, como él, se creía el salvador de la patria y con credenciales para ser un dictador, sus políticas no se podían discutir, a pesar de todo lo que pasara.
Al final, sus sucesores debieron dar marcha atrás a sus políticas y tomar la decisión de que, sin importar el color del gato, lo importante es que cace a los ratones.
Más de 60 años después, todavía hay quien desea emular a Mao, presentarse como infalibles, como los más inteligentes y los únicos que saben lo que se debe y puede hacer para llevar el mundo adelante.
Lo peor es que todavía hay quienes consideran que un ser así puede existir, alguien capaz de entender toda la realidad, analizarla y dar con las soluciones necesarias de forma individual y a quien es necesario seguir.
Así va el mundo hoy y nosotros con él, buscando soluciones a problemas que no pueden ser resueltos por individuos, sino por comunidades, pensando que aquello que alguien piensa es la única posibilidad o la única verdad.
Varios ejemplos en la historia nos dicen que la respuesta a las preguntas de la humanidad pasan por nuestra capacidad de pensar y actuar como comunidad, pero insistimos en buscar al “hombre fuerte”.
Así nos ha ido, así nos puede ir. Como decía Don Abelardo Leal, “el que tenga ojos que vea, el que tenga oídos que oiga… y si no, que consulte a un otorrino”. Pues eso.