La semana pasada murieron varios vecinos de la calle de mi mamá, donde he estado hospedada desde que llegue a la gran ciudad.
Un caso nos cimbró en particular, el del pintor Mario Urbina Gutiérrez. Uno de sus hijos falleció de Covid en su casa, pues no alcanzó cama en ningún hospital.
A los 15 dÃas, una ambulancia llegó por don Mario y a los pocos dÃas falleció intubado.
Mi mamá se puso mal al saberlo y me confesó que don Mario habÃa terminado todos los cuadros de mi tÃo favorito, quien murió cuando yo era una niña. Don Mario le enseñó a pintar, pero tal vez conmovido por la parálisis cerebral de mi tÃo, le daba el toque que los convertÃa en obras de gran estética.
La noticia me dejó en shock. Esos paisajes que admiré hasta la idolatrÃa durante mi infancia, estaban contaminados de otras manos.
Don Mario venÃa de una dinastÃa de pintores, era un paisajista y naturalista con reminiscencias de Velasco.
Don Mario no merecÃa morir asÃ, y bueno, en realidad creo que nadie merece una muerte asÃ. Todos los dÃas luchamos a brazo partido contra el miedo y la tristeza que nos producen esas noticias.
Es como tener a la muerte sentada junto a uno, en el desayuno, la comida y la cena, siguiéndonos los pasos como sombra.
La miro fijamente a las cuencas vacÃas, observo sus manos huesudas y su guadaña afiladÃsima, no sé si sonrÃe o es el efecto de su dentadura al desnudo.