“¡A la fila!”, gritábamos en México cuando algún vivillo pretendía avanzar algunos lugares en cualquier fila o cola que, en otras épocas, eran el pan de cada día entre los mexicanos.
Se hacía fila para comprar unas tortillas, cuando íbamos al cine con la novia para comprar las entradas. Al acudir al banco, se acomodaba uno en la fila y armado de un periódico o revista y bastante paciencia, avanzaba lentamente hasta llegar con la cajera; si el trámite se complicaba o le decían a uno: “falta una firma”, la misma cajera, en buena onda, nos advertía: “ya no haga fila, regrese conmigo”.
Pero eso era un juego de niños comparado con el “viacrucis burocrático” (frase hecha que ponían en sus textos los reporteros que cubrían esos eventos) de ir a una oficina de gobierno a hacer cualquier trámite: pedir una aclaración en el recibo de la luz, pagar el impuesto predial, corregir un error en el acta de nacimiento. La culminación era la desgracia de caer ante una autoridad judicial a presentar una demanda por robo o asalto, pues era una cuestión de largas horas en lo que “el Licenciado” (el Agente del Ministerio Público) regresaba a la oficina y estaba disponible.
Bueno, todo eso lo estamos viviendo de nuevo los mexicanos ante la pandemia y la crisis económica que ha obligado a las autoridades y empresas a reducir su atención al público casi al mínimo. ¿El resultado? Resurgieron las filas.
Ahora, con cubrebocas y caretas, hay que ir al banco inevitablemente a hacer un movimiento bancario que no se pudo concluir por internet; a recoger la tarjeta de elector en el INE; a reclamar al municipio el aumento desmedido en el impuesto predial, a renovar la licencia de conducir, etcétera.
No acabo de conciliar en mi mente cómo es que, en plena era de la tecnología inalámbrica, nos haya sucedido esto: aquí estoy, en la fila, mientras me dispongo a esperar turno para una solicitud de placas para mi automóvil, ¿es ésta la cumbre de la cadena evolutiva?
¿Va usted a comprar el pan y algunas cosas al supermercado? Haga fila para entrar, que le tomen la temperatura y le ofrezcan gel. Luego, una vez seleccionadas sus compras, espere en la cola de las cajas para pagarlas y, finalmente, a la salida, espere a que la hilera de automóviles se desahogue al incorporarse a la avenida.
La publicidad de las empresas y del gobierno, incesante y omnipresente, nos trata de convencer de que no es preciso que usted ponga un pie fuera de su casa, pues todo lo que desee o necesite se lo pueden enviar o proporcionar; solamente tiene que bajar una app en su celular y listo.
En ese México de última generación tecnológica, de mexicanos instalados cómodamente en el sofá de su sala mientras se dedican a dar órdenes cibernéticas, solamente viven, si acaso, unos cuantos, muy pocos.
El resto de nosotros, simples mortales, no podemos superar las barreras de los firewalls, de las caídas de internet, de los cortes de luz, gas y agua que nos dejan atrapados como prisioneros cumpliendo sentencia en casa.
Cuando ese mundo online maravilloso falla, lo único que queda es salir y hacer fila, estar atento de que nadie nos gane el lugar y armarse de paciencia, mucha paciencia ante lo inevitable: no somos personas de carne y hueso, ni almas llenas de sentimientos y emociones; somos, más bien, “usuarios”, “clientes”, “asociados”, “tarjetahabientes”, “inversionistas”, con un número de INE definido, un Registro Federal de Contribuyentes fijo para toda la vida y un lugar reservado en cada fila.
Todo esto lo pensé mientras hacía la cola, no llevaba nada para leer y me puse a observar a la gente y a recordar épocas pasadas de un México que yo creía desaparecido, pero que, ¡Oh, sorpresa!, regresó con más furia que antes a recordarnos que en la esencia mexicana, además de La Guadalupana, Pedro Infante y la Selección Nacional de Fútbol, llevamos grabadas las filas, así que, ni modo: ¡A la fila, compañero!