Lo primero que recordé al escuchar la noticia del asesinato del Juez de Distrito Uriel Villegas Ortiz, en Colima, fue la similitud de su trágico caso con el de otro acontecido en Monterrey hace años, en 2008, en la persona del Juez Ernesto Palacios López.
Los dos juzgadores cayeron abatidos por las balas de sicarios del crimen organizado, después de llevar en sus manos los procesos judiciales a altos narcotraficantes.
Ni Villegas ni Palacios tuvieron la protección necesaria a su integridad física para cumplir con su labor, pero eso no los detuvo en el cumplimiento de su deber.
Al Juez Villegas lo atacaron los asesinos en su propia casa, a las 11 de la mañana, en Colima, la capital del estado del mismo nombre. Lo mataron a él y a su esposa cuando se encontraban en la casa sus dos hijas pequeñas, de 3 y 7 años, a quienes cuidaba una mujer que los asistía.
Al Juez Palacios, del ramo penal en Nuevo León, lo acribillaron pistoleros que lo seguían en una avenida de Monterrey cuando, acompañado de una de sus hijas, se dirigía una noche a comprar una pizza. Su hija sobrevivió.
Brutales, frios, insensibles crímenes. En ese entonces, escribí en una columna sobre Palacios que cuando la sociedad pierde violentamente a un Juez con experiencia, integridad a toda prueba y una vocación de servicio inquebrantable, esa pérdida difícilmente es recuperable.
Cuando los delincuentes matan a los jueces, cuando en México no hay nada ni nadie que les impida hacerlo, es la sociedad la que queda expuesta y vulnerable.
Los jueces, no lo olvidemos, son nuestros representantes sociales, actúan en nombre del bien común de la sociedad al aplicar las normas establecidas y castigar a quienes las trasgreden.
Solamente en la barbarie de la mente asesina de la delincuencia organizada cabe la idea de que, eliminando a un juez, a su persona, se puede evadir la acción de la justicia.
Ello será posible si el resto de los jueces, y me refiero a todos los jueces federales que en México se encargan de los asuntos penales, sigue trabajando en el estado de indefensión en que lo hacen hoy, carentes de garantías mínimas para su seguridad y la de sus familias.
¿En dónde estaban las autoridades federales y estatales encargadas de proteger al Juez Villegas? ¿Por qué en la capital de Colima se mueven con tal facilidad los sicarios para que, a plena luz del día y en su propio domicilio, agredan y maten a un juez y su esposa?
¿De qué sirve el despliegue de fuerzas federales, de la Guardia Nacional, el Ejército y la Marina si no protegen a un juez federal cuyo trabajo es procesar judicialmente a narcotraficantes de alto perfil?
Todas esas preguntas me las hice cuando sucedió el ataque y muerte del Juez Ernesto Palacios, preguntas que quedaron sin respuesta en Nuevo León, pues al paso de los años ese crimen quedó impune, como tantos otros en México.
Mucho me temo que, en el caso del Juez Villegas, las interrogantes que me hago correrán la misma suerte, es decir, caerán en el vacío de códigos y sanciones a quienes violan la ley: el precio más alto lo acaban pagando los jueces, no los delincuentes.
El columnista Francisco Garfias, de Excelsior, recogió unas frases del Ministro Alberto Pérez Dayán, de la Suprema Corte de la Nación, sobre el crimen, que hablan por sí mismas:
“Siento angustia por la familia. Uno como quiera. Saber que en esto arrebatan la vida de tu esposa y marcan de manera permanente a tus hijos es de una consternación extrema. Es un hecho profundamente doloroso. Te ves en la impotencia natural de exigir que esto no siga sucediendo”.
Los ataques a los jueces valientes son ataques a la sociedad: ¿cómo los vamos a defender?