A pocos días de que rinda su cuarto informe de gobierno, al Congreso que son los legales, hay suficientes elementos para considerar que en el caso del Presidente López Obrador, la legitimidad en las urnas no va de la mano de la racionalidad en la toma de decisiones presidenciales.
Salta a la vista uno de las carencias graves del Gobierno de la Cuarta Transformación: las decisiones y la formulación de políticas públicas trascendentales para la nación, no se toman con base en la evidencia estadística, la metodología y mejores prácticas de la administración pública, ni la congruencia entre lo que se dijo en campaña y lo que se hace una vez en el poder.
Al contrario, y porque así lo pone en evidencia el Presidente López Obrador cada día en sus conferencias matutinas, la toma de decisiones no se apega a la evidencia estadística (“yo tengo otros datos”), ni respeta una metodología o criterios probados que sustentan a las administraciones públicas eficientes, ni mucho menos escucha consejo o asesoría de expertos.
Nada de eso. Se recurre en su persona y su gabinete de gobierno a una actitud reactiva ante las crisis y problemas, a decisiones basadas en la intuición y sustentadas en un cálculo político y electoral que distorsiona cualquier otra perspectiva.
Como lo han señalado muchos analistas, hay frivolidad y desinformación en el discurso presidencial y en su toma de decisiones errática y meramente coyuntural.
Cuando platico con obradoristas o simpatizantes de López Obrador, aunque no necesariamente militantes del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), y salen estos puntos en la conversación, el argumento que escucho es que las decisiones de AMLO son legítimas porque ganó en las urnas, en 2018, con 30 millones de votos.
Por lo tanto, las críticas a su gestión son injustas porque no toman en cuenta que él tiene un amplio mandato para decidir e iniciar acciones de gobierno.
Ese argumento es como la Muralla China que erigen los simpatizantes de AMLO ante tanta crítica y ahí se plantan. No se mueven un centímetro de la muralla. Es su golpe sobre la mesa que, para ellos, pone punto final a cualquier discusión y crítica.
Al no hacer distinción entre legitimidad y racionalidad, los simpatizantes obradoristas caen en una trampa de la lógica: creer que la legitimidad da lugar, automáticamente, a la racionalidad en la conducción del gobierno, o por lo menos dispensa los yerros y equivocaciones porque son “legítimas” y van a favor de su causa.
“Legitimar” es convertir algo en legítimo o, en otra acepción, probar o justificar la verdad de algo o la calidad de alguien o algo conforme a las leyes (diccionario de la Real Academia Española). Eso no está a discusión en el caso de López Obrador: él fue el candidato ganador en la elección de julio del 2018 con 30 millones de votos en números cerrados.
Lo “racional” se refiere a lo que es perteneciente o relativo a la razón o que está en conformidad o dotado de ella (diccionario de la RAE). Por tanto, lo irracional es aquello opuesto o ajeno a la razón.
Cuando le pusieron en el pecho la banda presidencial a López Obrador aquel 1 de diciembre del 2018, recibió el símbolo de su legitimidad; la racionalidad, su complemento, la tenía que aportar él, no venía con esa banda tricolor.
¿En dónde dejó AMLO la racionalidad? ¿No la traía consigo? ¿Siempre había actuado de manera irracional y nunca lo supimos?
No es López Obrador el primero ni el último presidente irracional que tendremos, aunque lleguen al cargo con plena legitimidad. ¿Cómo salir de esta trampa?
Volviendo a las discusiones con los obradoristas, cuando les hago este señalamiento, ya ni se molestan en contestar, nada más dicen: “ ganó con 30 millones de votos, tiene legitimidad”. Topamos con la Muralla China. Así no se puede dialogar.