Me sorprendió, por honesto y valiente, el mensaje del Papa Francisco en su homilía del domingo 28 de octubre, en la Basílica de San Pedro, en el cual levantó la voz con un sentido de urgencia para atender el reclamo de la Amazonía.
Es un reclamo que hacen sus pobladores y su majestuosidad de selva inmensa, la cual en su seno alberga a la mayor diversidad de fauna y flora del Continente Americano.
Es un reclamo que ha hecho reaccionar a la Iglesia Católica, sacudir su pasividad y decidirse a entrar al rescate del universo amazónico que se encuentra en grave peligro.
El Papa Francisco clausuró, ese día, el Sínodo de Obispos al que había convocado para discutir el tema de la Amazonía: Nuevos caminos para la Iglesia y para la Ecología Integral, que tuvo más de 250 participantes entre obispos, religiosos y cardenales, además de 35 mujeres y 15 indígenas reunidos durante tres semanas.
“En éste Sínodo hemos escuchado las voces de los pobres y reflexionado sobre la precariedad de sus vidas, amenazadas por modelos de desarrollo depredadores”, dijo el Pontífice.
“Los errores del pasado no han bastado para dejar de expoliar y causar heridas a nuestros hermanos y a nuestra hermana Tierra: lo hemos visto en el rostro desfigurado de la Amazonía”, acotó Francisco.
No es problema de un solo país, sino de todos los que abarca y con los que colinda con el territorio amazónico: Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam y Guyana Francesa. La pueblan 33.6 millones de habitantes, de los cuales entre 2 y 2.5 millones son indígenas.
Los Obispos, en el documento final del Sínodo, fueron enfáticos en afirmar: “Todos los participantes han expresado una conciencia aguda sobre la dramática situación de destrucción que afecta a la Amazonía. Esto significa la desaparición del territorio y de sus habitantes, especialmente los pueblos indígenas.
“La selva amazónica es un ‘corazón biológico’ para la tierra cada vez más amenazada. Se encuentra en una carrera desenfrenada a la muerte”, de ahí el sentido de urgencia.
A tal grado llega esa urgencia (“la Amazonia es una herida, un lugar de dolor y violencia”), que los Obispos no dudaron en afirmar que la Iglesia debe ir al encuentro del Amazonas, a sus comunidades y territorios, a desarrollar ahí su labor pastoral: hacerse aliada del mundo amazónico.
Para ello, agregaron los Obispos, se necesita una Iglesia con rostro joven, con rostro indígena (pastoral indígena), con rostro de migrante (pastoral de migrantes), en fin, una Iglesia misionera.
“La Iglesia, por naturaleza, es misionera y tiene su origen en el ‘amor fontal de Dios’. El dinamismo misionero que brota del amor de Dios se irradia, expande, desborda y se difunde en todo el universo”, expresa el documento final. “La misión así comprendida no es algo optativo, una actividad de la Iglesia entre otras, sino su propia naturaleza.
¡La Iglesia es misión!
El cristiano es un itinerante”, afirman con la mayor convicción.
Percibo en esas posturas, y en las palabras de Francisco en su homilía, un deseo vehemente de recuperar el papel material y espiritual que la Iglesia tuvo en otro tiempo, cuando salía ella misma al encuentro de personas y almas con la fe del misionero.
Esa fe, esa profunda convicción de vocación hacia la defensa de la Madre Tierra en el Amazonas, hacia la opción preferencial por los pobres que la habitan en la Amèrica Latina, hacia la búsqueda de modelos económicos que no sean depredadores de todo lo que cae a su alcance, es, me parece, la vía de recuperación de la Amazonía.
No provendrá la recuperación del territorio amazónico de gobernantes cuya visión es, precisamente, la contraria de la expresada por los Obispos: explotar, exprimir hasta el último árbol, hasta el último mineral y animal amazónico.
Vendrá por otros caminos la vivificación del Amazonas: del encuentro con la fe y la espiritualidad de sus habitantes, no para ser salvados, sino para salvarnos ellos de tanta ceguera.
Es la misión que plantea el Papa Francisco.