Las encuestas han mostrado durante varios años que los mexicanos somos propensos a decir que somos felices. En la Encuesta Mundial de Valores (EMV), un estudio que se realiza desde hace cuatro décadas en un número creciente de países a lo largo y ancho del planeta, México suele aparecer entre los primeros lugares de felicidad en el mundo.
En las últimas cuatro ediciones que se han hecho de la EMV en nuestro país, en los años 2000, 2005, 2012 y 2018, la proporción de mexicanos que dicen ser muy felices ha promediado el 60 por ciento. Si a eso se le suma el 30 por ciento de mexicanos, en promedio, que dicen ser “algo” felices, la población que se dice feliz alcanza el 90 por ciento. Del 10 por ciento restante, la mayoría dice ser poco feliz y apenas el 1 por ciento se ubica en la categoría “nada” feliz.
Cuando esos datos sobre felicidad autorreportada se contrastan con indicadores de bienestar, desarrollo, riqueza u otros aspectos que podrían estar relacionados con la felicidad, las respuestas de México superan las expectativas. Los mexicanos somos felices, o por lo menos decimos serlo, a pesar de que nuestra realidad genere otras predicciones. Al parecer, haya o no seguridad, somos felices. Haya o no crisis, somos felices. Si baja o no la pobreza, somos felices. Haya un gobierno u otro, somos felices.
Es factible, aunque no comprobado, que los mexicanos estemos de alguna forma programados a darle buena cara al mal tiempo; afirmar que uno es feliz puede ser la respuesta socialmente aceptable en nuestra cultura. Como dice el credo mexicano que publicó Ricardo López Méndez en 1940: “Tú hueles a tragedia tierra mía, y sin embargo ríes demasiado, acaso porque sabes que la risa es la envoltura de un dolor callado”. En otros países decir que soy muy feliz podría tomarse como una actitud arrogante en extremo, por lo cual la respuesta socialmente aceptable sería bajarle al nivel de felicidad que se autorreporta.
En las encuestas nacionales que hemos hecho en El Financiero a lo largo de este año, por vía telefónica, los mexicanos nos confirman que son felices, casi al mismo nivel de lo que señala la Encuesta Mundial de Valores. De febrero a julio de este año, en promedio, el 39 por ciento de los entrevistados dijo ser muy feliz y el 48 por ciento dijo ser algo feliz. Sumados, el 87 por ciento se dice muy o algo feliz.
Según esta serie de encuestas, no hay diferencias marcadas en los niveles de felicidad entre hombres y mujeres ni tampoco mucha diferencia por grupos de edad. En contraste, los niveles de escolaridad y de ingreso sí parecen incidir más en la felicidad: a mayor escolaridad y a mayor ingreso, mayor es la proporción de entrevistados que dice ser “muy feliz”. Regionalmente, quienes viven en el centro y norte del país son más felices que quienes viven en el sur o en el Bajío, según revelan estas encuestas.
Cuando el presidente López Obrador dice que el pueblo de México es feliz, feliz, feliz, como afirmó el lunes pasado, tiene razón, y podría agregar esa leyenda que se usa en algunos tuits: “no importa cuando leas esto”. Así lo muestran las encuestas durante las últimas dos décadas, realizadas bajo gobiernos de diversos colores partidarios, incluido el estudio del Inegi que citó ayer el Presidente. Pero la referencia del Presidente se lee como si el estado actual de felicidad se debiera a las expectativas puestas en su liderazgo y su proyecto. A ese respecto, las encuestas de este año indican que no hay diferencia en los niveles de felicidad de los mexicanos que aprueban al Presidente y los que lo desaprueban. El 87 por ciento de los primeros se dice muy o algo feliz, así como el 86 por ciento de los segundos. Por lo visto, la felicidad del mexicano trasciende a la política.
Creo que la medición de la felicidad tiene como un gran pendiente descifrar la tendencia del mexicano a decir que es feliz aunque las circunstancias digan lo contrario. Esa tendencia nos invita a pensar y repensar, una vez más, la psicología del mexicano.