“Aquél que no conoce la Historia está condenado a repetirla”, Anónimo.
Se dice que el sentido común es el menos común de todos los sentidos. Con este aforismo sucede algo parecido a lo que ocurre con la cita que antecede al texto, la cual es atribuida en muchas ocasiones a Napoleón, a otros gobernantes, o a algún filósofo, pero de la que en realidad se desconoce su origen. Y ocurre también, en ambos casos, que la experiencia demuestra que son afirmaciones bastante atinadas. Y que se pueden aplicar a individuos, a colectivos, a gobernantes y a naciones enteras. En este día no disponemos de datos de SABA Consultores, pero tenemos en ciernes una crisis de grandes dimensiones que ya tiene paralizada a Europa, y ante la que López Obrador está tomando una actitud que, sinceramente, me tiene anonadado. Escribo desde España, donde llevamos tres días en estado de alarma y con seria limitación de movimientos personales, reducidos únicamente a la adquisición de alimentos, combustible y medicinas y a la asistencia al trabajo, en aquellos casos en los que este no haya sido suspendido hasta nueva orden. Jamás viví medidas tales en mi casi medio siglo de vida. A veces los acontecimientos se adelantan a los datos, pero, en México, el Presidente y su gabinete están haciendo gala de una irresponsabilidad alucinante.
Alfonso XII, rey español del siglo XIX, quedó viudo de su primera esposa, María de las Mercedes, y cundió entre sus contemporáneos que el soberano atravesó a raíz del deceso de “Merceditas” una fuerte depresión y melancolía. Por eso se compuso una coplilla popular que iniciaba así:
- ¿Dónde vas, Alfonso XII, dónde vas, triste de ti?
- Voy en busca de Mercedes, que me espera en el jardín
- Ya Mercedes está muerta, muerta está, que yo la vi. Cuatro duques la llevaban por las calles de Madrid.
La copla atribuye al desdichado rey una de las cualidades clásicas del duelo: la negación. La leyenda de Alfonso se acrecentó cuando, en 1885, ante una epidemia de cólera que llegó hasta el mismo Madrid, decidió, en contra del criterio del Gobierno, partir hacia Aranjuez sin previo aviso y habilitar las dependencias del palacio de dicha ciudad para la atención a los enfermos, con los que convivió y a los que consoló. Alfonso contrajo no sólo el cólera, que curó, sino una tuberculosis consecuente que se lo llevó al otro mundo. Sin negar el que se dice gran amor del rey por Mercedes, detrás de la melancolía regia tras la muerte de la reina había una fortísima preocupación por la ausencia de sucesión, que en aquellos tiempos podía suponer un enfrentamiento civil, como ya había sucedido por tres veces. Con más razón, los consejos del gobierno para evitar el contagio de Alfonso iban por los mismos derroteros, y sólo un monumental golpe de suerte hizo que, una vez fallecido, se supiera que su segunda esposa estaba encinta del que sería Alfonso XIII, evitándose así por el momento la crisis de un sistema que subsistía sujetado con alfileres. ¿Qué nos enseña este evento histórico que, espero, los lectores me disculpen haber narrado con cierto detalle? Como primer comentario, señalar que Alfonso XII se distinguió en algo de la mayoría de su estirpe, no en lo rijoso, característica fundamental de los varones de su familia; pero sí en lo rapaz, rasgo del que no ha escapado, según noticias de actualidad, uno de sus sucesores recientes. Aun así, el rey fue un imprudente de primera magnitud, y sólo la suerte evitó, o más bien retrasó, una desgracia nacional que finalmente llegó en 1936. La historia está llena de ejemplos en los que la contemporización fue preludio de la ruina. Por ejemplo, ante Hitler. En el caso de Alfonso, al menos, el Gobierno no jaleó su insensatez. ¿Dónde iba Alfonso XII, triste de él? Los subordinados de AMLO la transmiten corregida y aumentada. Si hay razones que lo justifiquen, a mí, desde luego, se me escapan.
Lo que debemos concluir es que la irresponsabilidad, en los gobernantes, siempre se paga. En tiempos de Alfonso XII no existía la globalización, pero sí otros factores como los mencionados que obligaban, como en todos los tiempos de la Historia, a la prudencia, virtud que debería adornar al buen gobernante. Andrés Manuel López Obrador está demostrando una falta de ella casi escalofriante. Una inconsciencia dolosa. Una falta de sensibilidad que tan sólo él y sus asesores podrán explicar. Se pueden no tomar medidas, y es grave. Se puede comunicar desde el gobierno que se obvien las cautelas necesarias, y es gravísimo. Pero animar de forma activa a que se haga todo aquello que no se debe hacer, incitando a la asistencia a eventos, a besarse, a abrazarse, o que el máximo mandatario aparezca reiteradamente en público besando y dejándose besar, y presidiendo actos multitudinarios sin la más mínima precaución, no ya para él, sino para los asistentes, es incalificable. Al menos Alfonso XII arriesgaba su salud, que era la salud política de toda la nación, pero visitaba a los enfermos. ¡AMLO visita a los sanos!
Sepan todos que, acá en España, varios miembros del Consejo de Ministros dieron positivo en la prueba del coronavirus, además de diversos presidentes regionales. Estos de aquí también han presidido y organizado actos, en especial el del día 8, lleno de matices e intereses políticos, a menos de 72 horas de barajarse la posibilidad del estado de alarma. La situación en Italia, para principio de marzo, era ya más que conocida, y virólogos y especialistas habían avisado. La actitud de los gobernantes españoles también roza lo criminal. Porque, en la aldea global en la que vivimos, la distancia entre España e Italia es poco más que la de una acera a otra. Pero, además, con la movilidad actual de las personas y la rapidez de las comunicaciones, poco importa que un foco esté al otro extremo de la aldea, porque el virus va a llegar: peor, es muy probable que ya haya llegado. Los de aquí lo han negado mientras pudieron, para llevar a cabo su pequeño aquelarre feminista. Andrés Manuel está dando una exhibición de estulticia. Su invocación habitual al pensamiento mágico no puede llevar más que al pasmo y la indignación.
Yo no soy, evidentemente, especialista en virología, pero hace semanas que las voces de los científicos han hablado, y en ellas baso lo siguiente, porque si tuviera que fiar mi criterio en la opinión de políticos y presidentes chamanes y taumaturgos que afirman que luchando contra la corrupción se acaba con las pandemias valía más que se me hiciera la boca chicharrón. El peligro, según todos los especialistas autorizados, no está en la morbilidad del virus en sí. No vale, por eso, compararlo con una gripe común en términos estadísticos de porcentajes de mortandad. El peligro está en la rapidez y la razón geométrica con la que se propaga, además de en el largo período de incubación, que impide saber desde cuándo alguien que porte el virus está contagiando. No es la mortandad en sí, aunque tampoco parece razonable que pensemos que porque sea un 3 % o sean viejitos, nos valga madre. En ese sentido, no conviene olvidar que todos tenemos familiares o conocidos con ese u otro factor de riesgo, y me temo que no hay que aclarar que, dada la rapidez de la propagación, si en un período corto de tiempo se contagia gran parte de la población, los números absolutos de fallecidos se van a disparar. Y los de enfermos con síntomas graves. La consecuencia no sólo es la ya muy preocupante del aumento de muertes, sino también que el sistema de salud va a colapsar, en cuyo caso cualquier patología previa o sobrevenida va a pasar a segunda prioridad. Si ese panorama les parece para que desde Presidencia o la Secretaría de Salud se anime a asistir a eventos y a intercambiar fluidos, en ese caso, poco que decir. Si verdaderamente tienen ojos para ver lo que sucede en países con sistemas sanitarios de primer orden, ante lo que hace AMLO, anticípense, sin alarmismo pero con responsabilidad, y tomen medidas preventivas. Utilicen su sentido común. Con la salud pública no se puede, no se debe, especular, ni siquiera en función de intereses económicos generales, que seguramente se vean más resentidos aun si la crisis no se maneja correctamente.
¿Dónde vas, Andrés Manuel? ¿Dónde vas, triste de ti?