Conocía al escritor Juan Villoro como lector asiduo de sus columnas de los viernes en Reforma, lleno de agudeza analítica, sensibilidad y claridad al escribir, todo ello reunido (lo cual no es usual) en un solo autor. Tres por uno, dirían en las tiendas de descuento.
Me faltaba abordar sus novelas, lo cual por alguna razón (la prisa insana del periodista cuyo horizonte son 700 palabras en un texto, no más) siempre lo posponía, así me salté “Arrecife” (2012), pero al fin llegó a mis manos “La Tierra de la Gran Promesa” (México: Penguin Ramdom House, 2022) y sobre esa obra quiero compartir mis comentarios.
Me gustó la fluidez narrativa de Villoro, por supuesto, la cual, como lector, siempre se agradece. Por esa facilidad de contar las cosas y a las personas, de resaltar detalles, dibujar atmósferas y, en particular, situar la trama en el contexto del México de hoy, de lo que sucede a nuestro alrededor y que determina los límites de lo privado y lo individual a cada uno de nosotros (el poder del narcotráfico y sus redes de dinero, por ejemplo), a Villoro lo cuento entre mis escritores favoritos, aquellos que rinden culto a la narrativa, pero además saben cuándo y cómo manejar sus pausas, un poco como en el fútbol.
Eso es, de alguna manera, algo que ya sabía sobre el autor. Lo que no esperaba es la habilidad de armar una historia compleja con personajes intensos y a la CDMX como un personaje más, no sólo como contexto, que encontré en la “Gran Promesa”. En la narración, la Capital adquiere vida propia, define humores a los personajes, provoca encuentros en lugares inverosímiles, pero reconforta también con la grata sensación de la luz del sol colándose entre las ramas de los árboles.
El Parque Hundido, al que yo recuerdo de adolescente en una época en que viví en la Colonia Nápoles, cobra vida de nuevo desde el sueño profundo de un recuerdo y es protagonista en uno de los momentos culminantes del relato.
Con otros tantos lugares que yo también conocí (el Sanborn’s de Aguascalientes e Insurgentes, por ejemplo, o la sede del CUEC en la Colonia del Valle) sucede lo mismo: el lector que haya tenido paso por el Distrito Federal de otras décadas, y en México casi todo mundo ha tenido algo que ver con la Capital, se sentirá conectado espontáneamente con el autor, como si estuvieran en la misma mesa tomando un café y compartiendo recuerdos urbanos
Villoro tuvo la chispa genial de que su personaje principal, Diego, fuera un cineasta de corazón y que viera la vida, la suya personal e íntima, como una sucesión de tomas de la cámara, iluminación, captura de sonido y edición.
El resultado es sensacional: se puede leer la novela como un pequeño manual de cómo asomarse al cine, qué vale la pena filmar y cómo editar lo que no sirve. Es una obsesión sublime la de Diego, el autor y los cineastas, con el cine como forma de vida, no como simple entretenimiento.
Consideremos, como muestra, este retrato de Luis Buñuel:
“Diego no se sintió ante un ‘artista’, sino ante algo más natural y misterioso. Buñuel abrumaba como si fuera un peñasco, un árbol, un abismo. Tenía una manera directa y simple de ser portentoso. Hablaba del sueño como de una mesa, algo que podía modificar con esas manos grandes que habían calzado guantes de boxeador. Diego no olvidó sus ojos. Demasiado abiertos, demasiado vivos. Su mayor truco consistía en cerrarlos. La cabeza del maestro disminuía cualquier almohada. Una cabeza de campesino difícil de romper.” .
Para concluir, México se aleja de esa tierra de promesa que da título a la novela (mismo título también de una película, faltaba más, guión y dirección de Andrzej Wajda, en 1975, sobre una novela del escritor polaco Wladislaw S. Reymont, Premio Nobel de Literatura en 1924), no es que el país se está quedando atrás, sino que ya no va en la misma dirección que hacia la tierra redentora. Gran metáfora de Villoro para una época oscura como la nuestra.
Su novela, sin embargo, es reflejo de luz sobre esa oscuridad: si nos asomamos, nos veremos sumidos en ella. Mi consejo: no se pierda este relato de película.