No importa de qué lado de la frontera me encuentro, y tampoco me detiene el hecho de que soy mexicano, no estadounidense, para dejar de sentirme parte, cada año, de la celebración del “Independence Day” en Estados Unidos.
El de hoy, en este 2020, será recordado como uno de los impensables en la historia norteamericana. Más allá de un 9/11, creo que se compara más con Pearl Harbor: la sorpresa y la magnitud del ataque a esa nación (coronavirus, recesión económica, conflictos raciales, malos gobernantes, etc.) los ha dejado estupefactos, noqueados en la lona del ring porque no supieron de dónde vino el golpe del oponente.
Yo admiro a la sociedad estadounidense, pero crítico acremente a sus gobiernos -no sólo al actual- desde que tengo memoria. Influyen en mí su música, sus escritores, sus grandes periódicos (sigo al NYT como a una religión), revistas, CNN, y sus directores de cine y actores legendarios. Incorporo todo eso, como lo hacen muchos mexicanos, no en conflicto ni sustitución de mi propia cultura, sino acompañándola y enriqueciéndola.
Mientras más “americano” me siento, más mexicano soy. No tengo problema alguno con eso, hay espacio suficiente en mí para los vecinos del norte. Por eso veo con tristeza los “hard times” que se viven hoy en USA y no me quedo indiferente viendo tanto sufrimiento.
Nada de eso, su sufrimiento es mío también; no es cliché, es la verdad. Cuando las noticias nos dicen que en las últimas dos semanas los casos nuevos de coronavirus han aumentado hasta un 90 por ciento, pienso no en las cifras de cientos de miles, sino en los rostros de mis amigos a quienes considero familia en Texas, Washington, Nueva York y Arizona; incluso rememoro a los que no he visto en mucho tiempo. Pienso en sus hijos, padres, vecinos y novias.
Esos “gringos” tan queridos, buenos amigos, alegres y desmadrosos como mexicanos, todos ellos, viven hoy la angustia que provoca la incertidumbre. ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuánto durará esta pesadilla?, me comentan y yo no sé contestarles, solamente les digo que me pregunto lo mismo sobre México.
“¡Happy Independence Day!”, les digo, pero nada más me contestan: “not so happy”, y yo entiendo bien a qué se refieren.
Se sienten indefensos ante las adversidades, frágiles como hierba recién nacida que no es capaz de ponerse en pie. Arrastrados por un viento que los lleva sin rumbo hacia el desempleo, la pobreza, a perder sus libertades, a la muerte…
No se dan por vencidos, sin embargo, sin dar una buena pelea. Así es la tradición popular estadounidense, “never surrender”, dicen, y así es como han luchado contra las adversidades que parecían insalvables.
Esa es una parte de la nación norteamericana que me parece admirable y, bien enfocada en sus objetivos, convierte en una referencia mundial positiva a Estados Unidos: sus sólidas instituciones, el estado de derecho, sus pesos y contrapesos, el idealismo de sus ciudadanos, sus causas progresivas.
Estados Unidos resiste, y lo hace desde abajo en donde reside lo más valioso de esa nación: el poder de transformación de sus ciudadanos, la imaginación suficiente y la capacidad para tomar el destino en sus propias manos, incluso si para lograrlo tienen que combatir a su propio gobierno.
Hace falta mucho más que un Presidente insensible, conflictivo e incapaz de gobernar, para extinguir ese espíritu indomable.
Por eso, este 4 de Julio celebraré desde México a mis “cuates gringos” por su Independence Day, abriré una cerveza y recordaré los buenos momentos, carnes asadas y conversaciones con ellos, será un breve descanso en la batalla.
A partir de mañana, la resistencia continuará, como al día siguiente del ataque a Pearl Harbor.
¡Feliz Día de la Independencia!