Con motivo de una comida y reunión con amigos de la época universitaria, nos lanzamos Paty (mi esposa) y yo a la CDMX el pasado 10 de septiembre. Como nuestro vuelo arribó temprano en la mañana, ya había quedado con Mónica, una querida amiga, de vernos para saludarnos y desayunar, para lo cual le había sugerido un restaurante en el Centro Histórico que le habían recomendado a Paty llamado El Cardenal.
A mi amiga le encanta ese lugar, los almuerzos, el chocolate y las conchas rellenas de nata son una maravilla, pero sugirió vernos en una sucursal en la colonia Nápoles, debido a que la del Centro Histórico se satura y la espera para una mesa puede ser de más de una hora. Así que, inesperadamente, regresé a recorrer las calles de una colonia ubicada en la zona de Insurgentes sur, cuya referencia es el gigantesco edificio del antiguo Hotel de México, hoy llamado World Trade Center de la CDMX.
A la Nápoles llegué a vivir con mi familia en 1972, año en que a mi padre le cambiaron la ubicación en su trabajo. Niños entonces, nos movimos mis hermanos, amigos y yo, con facilidad en sus calles y parques, por la Plaza de Toros, el estadio Ciudad de los Deportes, el Boliche, el Parque Pensilvania, la Diagonal San Antonio y un largo etcétera. El fin del mundo (el límite de la colonia) era una mueblería Viana que se ubicaba en San Antonio y el inicio del Viaducto Piedad.
La Capital ya era la “ciudad peligrosa” en las pláticas de nuestros mayores, pero nada que ver con la peligrosidad de hoy. La clase media apacible de nuestra colonia la mantenía segura para las aventuras de adolescentes traviesos.
Bueno, la cuestión es que cuando le platicaba esto a Mónica, ella me contó que recientemente se mudó a la Nápoles con su esposo después de vivir algunos años en la Condesa, debido a que ésta última se había transformado por completo de una comunidad apacible y tradicional a una colonia llena de antros y bares, de gente ajena por completo a su tradición o como ella le llamó: se “gentrificó”, es decir, subió el nivel socioeconómico de sus residentes, la plusvalía de sus inmuebles, el nivel de las rentas, pero perdió en el camino su esencia original.
Es interesante considerar la definición de gentrificar: ”rehabilitar una zona urbana deprimida o deteriorada, que provoca un desplazamiento paulatino de los vecinos empobrecidos del barrio por otros de un nivel social y económico más alto” (definición de Oxford Languages).
La Condesa no era un barrio pobre ni deprimido, sino de clase media e incluso clase media elevada, pero aún así se gentrificó y cambió su faz urbana por completo. El punto de partida de la Nápoles es similar a la Condesa (una zona de clase media), pero, por lo que ví personalmente, no parece estar en un proceso de gentrificación avanzado y todavía conserva ese sabor y apariencia que yo recuerdo de cuando viví ahí hace 50 años.
Claro, en la zona alrededor del World Trade Center sí se nota un cambio acelerado en algunos edificios y plazas ultramodernos en las calles aledañas que intentan seguirle el paso al propio edificio del WTC, aunque apenas una o dos cuadras más allá ese efecto no se nota tanto. “Es una colonia donde siguen viviendo los chilangos”, me dijo mi amiga, es decir, en donde sigue viviendo la gente de toda la vida, los hijos y nietos de antiguos residentes. Así lo noté igualmente al observar entre la clientela de esa mañana en el restaurante a muchos chilangos de corazón (lo de chilangos dicho con todo cariño).
La preocupación por la gentrificación no impidió, sin embargo, que nos zampáramos alegremente un almuerzo de maravilla (un huarache en salsa con costillita, en mi caso), ni que me llenara de nostalgia por el regreso a la Nápoles después de tantos años: las penas con pan son menos.