Era yo un estudiante universitario de relaciones internacionales en la Ciudad de México que ni siquiera llegaba a los 20 años cuando, con emoción no contenida, mis amigos y yo seguíamos en la televisión y los periódicos de México, en 1979, el avance de los guerrilleros sandinistas hacia Managua, la capital nicaragüense, tras intensos combates en León, Masaya y otras poblaciones que habían cobrado una cuota de vidas muy elevada entre civiles, guerrilleros y soldados.
No era ésa una batalla de película, sino una de la vida real, cruda, despiadada y sangrienta, los testimonios fotográficos y de video así lo mostraban. Un punto crucial había sido el asesinato a mansalva del periodista norteamericano William “Bill” Stewart, de ABC News, el 20 de junio de 1979, a manos de un soldado de la Guardia Nacional somocista, quien a sangre fría le disparó con su fusil estando Stewart indefenso en el suelo; el video dio la vuelta a todos los noticieros de Estados Unidos y no dudo en afirmar que ahí perdió la guerra Somoza ante la opinión pública estadounidense. El Presidente Carter lo calificó de “acto de barbarie” y suspendió su apoyo al dictador.
En México, el entusiasmo de una gran parte de la opinión pública mexicana parecía emular, a los ojos de mi generación, la euforia que veinte años atrás había provocado la revolución cubana en los jóvenes mexicanos de entonces. Dos décadas después, las hazañas de Castro y sus barbudos se comentaban extensamente en México, se veneraban desde la izquierda y , en mi caso, colgaba de una pared de mi habitación el infaltable póster del Che Guevara. Aunque ya había señales preocupantes de que esa revolución tenía una cara oscura, de hecho muy oscura, a finales de los setentas la balanza de la simpatía se inclinaba definitivamente hacia la revolución cubana. Yo participé junto con mis amigos en marchas del 26 de julio (el aniversario del asalto al Cuartel Moncada) en las calles de la capital mexicana y no faltaban los gritos y abucheos a los “gringos” al pasar por la sede de la embajada estadounidense. Si se me acusara de “pecados de juventud”, como se dice por ahí, aceptaría el cargo, pero argumentaría que todo eso lo hacíamos con un espíritu idealista que no nos cabía en el pecho.
Imagínense ustedes, entonces, lo que representaba el Frente Sandinista de Liberación Nacional para mi generación: era nuestra revolución cubana, pero ahora no como leyenda, sino como proceso histórico en marcha (como se decía en la jerga marxista). César Augusto Sandino, el General de Hombres Libres, era el referente histórico y Edén Pastora (el “Comandante Cero”) era nuestro Che Guevara. La euforia se extendía hasta Polonia, en donde Lech Walesa y el sindicato Solidaridad hacían su propia revolución en esos años contra el autoritarismo soviético. En fin, eran muchas revoluciones para este joven universitario mexicano.
Edén Pastora, el Comandante Cero, había tomado el Palacio Nacional nicaragüense en un desafío mayúsculo al régimen de Somoza y a los Estados Unidos. Ernesto Cardenal era el poeta de los sandinistas con su elevada autoridad moral, revolucionaria y cristiana. Daniel Ortega era, junto con Sergio Ramírez, figura central del levantamiento sandinista y, como sucede en estos casos, su nombre se convertía en leyenda.
A la caída de Managua (19 de julio) y tras ser derrotada la última resistencia somocista, nuestro sueño juvenil de ver cumplida una revolución en América Central se hacía realidad. Rápidamente, se convocaba en México a brigadas de voluntarios a trasladarse a Nicaragua para ayudar en la reconstrucción, la alfabetización, los servicios de salud, en lo que se pudiera aportar para sostener a los sandinistas. Varios amigos míos se lanzaron a una verdadera aventura, pues todos los gastos corrían por cuenta propia y no se sabía si el nuevo régimen revolucionario se sostendría en el poder.
Se imaginarán ustedes, amigos, que si ese era el tamaño de la ilusión, no sería menor la dimensión de la desilusión. Con la revolución cubana ocurrió primero el desencanto, pues el autoritarismo y la brutalidad de la mano de Fidel no se podía ocultar por mucho tiempo, y el argumento del embargo de Estados Unidos a la isla ya había perdido mucha fuerza.
Con los sandinistas tardó un poco más, pero llegó puntual la desilusión. Le dio vida al régimen sandinista la Contra nicaragüense, pero no por mucho tiempo. Sería demasiado largo nombrar aquí la trayectoria, pero baste trasladarnos al momento actual para aceptar la más triste de las realidades: Ortega terminó convertido en un nuevo Anastasio Somoza, y su régimen pasó de revolucionario a no sé cómo llamarlo ya, pero todo menos progresista.
De ese entusiasta joven mexicano de 1979 al adulto escéptico y con los sueños juveniles rotos del 2021 hay un largo trecho. Creo, y lo digo con la mejor buena fe, que me acompañan en ese viaje del idealismo a la decepción muchos otros mexicanos que creyeron, como yo, en las bondades de una revolución peleada por audaces guerrilleros en contra de un dictador y de la Súper Potencia que lo apoyaba (“Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, decían en Washington) y que creyeron, como yo, que la historia tenía un lado correcto y otro incorrecto (de nuevo, la jerga marxista), sólo para darse cuenta de que, si es que hay un lado “correcto”, ése es el de luchar a cualquier edad y desde la sociedad contra el poder absoluto que por naturaleza es autoritario, intolerante y cruelmente asesino.
Posdata: No he dejado, como muchos otros de mi generación, de ser idealista, pues, como en el amor, las desilusiones duelen, pero no matan; el corazón sigue latiendo. Hemos dejado, eso sí y hablo por muchos, de ser ingenuos y por eso medimos con más precisión a tiranos y abusadores del poder. En la larga trayectoria de mi generación, recordaré siempre desde México a los sandinistas que pelearon a muerte contra Somoza hace más de 40 años, pero aborreceré hoy a Daniel Ortega, tirano de opereta que se llena de oprobio y de sangre las manos.