No me lo van a creer, pero estaba yo sentado muy a gusto en la cafetería Starbucks habitual (la de Magma Towers) a la que voy a charlar con los amigos, leer y revisar papeles e ideas, en el área de San Pedro, un suburbio rico de Monterrey, México, cuando entró al recinto nada menos que Barack Obama.
Sí señor, era el mismísimo ex Presidente de Estados Unidos, con su look habitual de saco sin corbata, aunque ahora había cambiado su sonrisa habitual, la que le da ese “charming” mediático tan apreciado por muchos, por un semblante pensativo.
Se sentó a mi lado en la barra y como si nada empezamos a platicar, yo no me iba a quedar impávido ante su presencia y me presenté como periodista. Curiosamente, él hablaba un español fluido, así que la plática, breve en realidad, se desarrolló intermitentemente en español e inglés.
¿En qué piensa, señor Presidente? En una cuestión sobre los niños en países en desarrollo, me contestó. ¿Qué te parecería, me dijo, un programa de mi Fundación con donativos para apoyarlos dando fondos a los gobiernos de sus países? Los gobiernos aplicarían esos recursos para aliviar su pobreza y carencias de educación y servicios de salud.
¿Cómo calificarías esa propuesta?, me preguntó el señorón a mí, un columnista provinciano que no podía creer siquiera que lo tuviera tomando un café conmigo. Tuve arrestos todavía para contestarle que, en una escala de 1 al 10, le daría un 8, pues todo está muy bien en su programa excepto que entregar dinero directamente a los gobiernos latinoamericanos no era lo más conveniente, ¿por qué no buscar otra manera de hacerlo?
En ese momento, varias personas se habían acercado ya, atraídas por Don Barack, quien las saludaba y se sonreía con ellas. El instinto me dijo que la plática perdería fuerza con tantas interrupciones, así que le empecé a preguntar sobre Michelle, sus hijas, qué hacían ahora, ¿se lanzaría su esposa a la candidatura en el 2020?, cómo pasaba él sus días de pensionado, etc., como cuando uno pregunta a los amigos cómo está la familia, a qué te dedicas ahora, cuándo nos tomamos unas cervezas.
No tuve tiempo ni de tomarme la obligada selfie del recuerdo, se hubiera visto muy bien la foto de Obama y un servidor encabezando este escrito, en lugar de una foto de archivo: hubiera sido un hit de primera plana. Los dos perros de la casa se pusieron a ladrar furiosos a un gato noctámbulo que cada noche, como a las tres de la mañana, se divierte con sus tontos amigos caninos al pasar caminando, muy lentamente, por la cochera, justo abajo de la ventana de nuestra recámara en la planta alta, y volverlos locos. El sueño terminó.
Bajé a calmar a los perros, a tomar un poco de café y a sacudirme la impresión que me causó la plática con Obama. No es una cosa de todos los días lo que me pasó. Fue algo surrealista, a André Bretón le hubiera fascinado, la vida es demasiado grande para abarcarla con la estrecha realidad, me hubieran dicho los surrealistas; por eso, los sueños la complementan, le abren un “dintel” a la experiencia total de vivir: el sueño es la vida en toda su plenitud. La vida es sueño, agregaría Lope de Vega, y los sueños, sueños son.
Regresé a mi lecho, me volví a dormir, pero ya se había ido Don Barack a otro lado, lástima; espero que por lo menos le dé una breve consideración a lo que le dije. De mi parte, le cumplo como periodista al compartirles a ustedes una estampa posible de un sueño que sucedió, una evidencia onírica, una realidad ampliada: decir lo soñé es decir que lo viví.
Ya quiero que sea de noche: ¿con quién soñaré hoy?