Nunca como en esta época, casi transcurrido el primer cuarto del siglo 21, he notado la ausencia de diálogo en la opinión pública mexicana. No veo puentes para la comunicación, no hay espacios comunes de acuerdos y consensos, no hay ni siquiera apremio por dialogar entre personas afines, no digamos con los contrarios.
Es una gran pérdida para los mexicanos de las nuevas generaciones. Ellos no se imaginan que en otras épocas se podía convivir, a pesar de las diferencias políticas, en los espacios privados y públicos y que había proyectos políticos que reunían en su entorno a las diversas fuerzas políticas.
Algunas grandes figuras políticas de México, más grandes que sus etiquetas ideológicas, tenían la autoridad y el magnetismo personales para sentar a la misma mesa tanto a políticos oficialistas como a opositores. Se negociaban, a regañadientes, desde reformas políticas hasta proyectos de infraestructura.
Todos los de mi generación recordamos a alguna figura de ese talante. Eran priistas, panistas, perredistas, opositores u oficialistas, pero eso era lo de menos. Lo importante residía en su disposición a dialogar y en su capacidad de lograr acuerdos por sobre las aparentemente insalvables diferencias ideológicas.
No era, ni de lejos, un mundo perfecto, pero funcionaba en grado suficiente como para mantener la institucionalidad mexicana a flote y a salvo de los extremistas de izquierda o derecha.
“Discusión o trato en busca de avenencia”, propone la Real Academia Española como definición de diálogo. Otra acepción -mi preferida- es “plática entre dos o más personas que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”.
Lo más simple es culpar al estilo de liderazgo de Andrés Manuel López Obrador –polarizador y promotor del rencor social- por la semilla de división que sembró entre los mexicanos, y no le faltaría razón a quien lo hiciera.
Lo más complejo, sin embargo, es reconocer que AMLO no hizo más que explotar al máximo una pulsión que ya existía entre los mexicanos desde mucho tiempo atrás: el desdén por las formas democráticas, la simulación ante la ley, la evasión de las responsabilidades públicas, la tendencia a la corrupción, la deshonestidad en el servicio público, la indiferencia ciudadana ante las cuestiones públicas.
No, la discordia de México no se inventó en 2018, pero sí la utilizó López Obrador a fondo para afianzar su poder político y el de sus seguidores agrupados en Morena. No hubo engaño: la ausencia del diálogo, la negociación oscura y tramposa, la vituperación a los opositores y los diferentes a las posturas de López Obrador las traía labradas en su escudo de armas.
La clave del éxito del diálogo -como instrumento de negociación de acuerdos políticos- estriba en saber escuchar a quien está sentado al otro extremo de la mesa. Un buen conversador es, ante todo, un gran y atento escuchador.
La paciencia de escuchar construye democracias. Sentirse escuchado es sentirse aceptado. Hablar y oír, intercambiar opiniones, respetar las buenas maneras, aceptar la convivencia de las diferencias es lo que se encuentra ausente en México.
Los políticos oficialistas y los de oposición jamás se sientan en la misma mesa. Se gritan en público, pero no se escuchan en privado. Ante todo, se descalifican mutuamente como interlocutores y con ello descalifican al diálogo como herramienta democrática.
Es obligación primordial del presidente López Obrador ejercer el diálogo, pero ¿cómo puede AMLO sentarse a dialogar cuando nunca aprendió a hacerlo? Si no sabe escuchar, ni reconocer el valor de la disidencia y las diferencias de opinión, ¿cómo va a respetar, a estas alturas, a quienes son diferentes a él?
Mientras tanto, la factura política de la ausencia de diálogo en México la pagan, adivinó usted bien, todos los mexicanos. No es una película que podamos ver comiendo palomitas, sino una plaga que nos cayó encima y que no hallamos cómo ahuyentar.
Finalmente, ¿volverá el diálogo a la política mexicana una vez que López Obrador se retire del poder? Lo dudo, pues si la tendencia a la polarización y a la sordera de los mexicanos ya venía desde mucho antes de él, no se revertirá por su retirada del cargo, ni por un relevo en el poder. Incluso en el caso de una alternancia en la presidencia de la república.
Los que deben recuperar su capacidad de hablar y escuchar son los mexicanos mismos, primero, y luego sus gobernantes. En sus familias, entre amigos, en las redes sociales, en sus negocios y empresas, en la preparatoria o la universidad, en la cafetería o la cantina, el diálogo se salva, perdón por la redundancia, con el diálogo mismo. Tal como la fe se sostiene con las oraciones diarias.
Qué ganas de platicar sabroso con los amigos en el café, pero ¿a dónde se fue el diálogo en México? ¿Quién me lo robó?