Por una poderosa transfiguración, Andrés Manuel, el eterno crítico del poder, se volvió, a partir de su llegada a la presidencia de la República en 2018, intolerante a la crítica al poder.
Después de mí, ya no es legítimo criticar ni a mi gobierno ni a la Cuarta Transformación, habrá pensado él. Después de mí, la intolerancia es la defensa de la revolución.
“El populismo distorsiona a la democracia porque el líder populista considera tener ‘la interpretación acertada del bien común’ y ser el único representante del pueblo, y esta legitimidad le da, según su visión, el poder para tomar decisiones, aunque estas vayan en contra de la Constitución y el resto de los ordenamientos jurídicos”, escribe María Amparo Casar en la introducción de su obra “Los puntos sobre las íes”.
Si soy el “único representante del pueblo”, ¿cómo se atreven a criticarme?, pensaría el tabasqueño: la crítica es una impertinencia.
Durante el ciclo de seis años de gobierno, a punto de cumplirse, Andrés Manuel no tuvo otra tarea cotidiana que desacreditar la crítica al poder calificándola de actitud “conservadora” que sirve a los intereses de “la mafia del poder” despojada de sus privilegios.
Los críticos, por tanto, son contrarrevolucionarios. Sus críticas son solamente un velo que trata de ocultar los intereses de los poderes fácticos que intentan recuperar el poder perdido.
La narrativa del revolucionario enfrascado en una lucha existencial que no cesa con la captura del poder, sino que exige su posesión permanente, es lo que lo anima.
A eso -la retención del poder por cualquier medio- se reduce su ideología, por llamar de alguna manera a los conceptos que pueblan su mente en confusión permanente.
No hay argumentaciones sólidas en sus palabras, referencias doctrinarias ni alusiones a textos clásicos de Lenin, Marx o al pensamiento de Juárez.
Nada más hay en su mente frases, muchas frases cortas que son enunciados de su escasa dedicación al estudio, de su incapacidad para la lectura profunda. La sintaxis enredada de sus libros (a los que ningún editor se atreve extrañamente a cambiar ni una coma) lo delata.
Si Andrés Manuel se hubiera acercado alguna vez a la obra de José Revueltas sentiría respeto, no rencor, por la crítica.
“La crítica es revolucionaria, así como lo son el arte y la estética, al margen de la naturaleza y aun en contra de cualesquiera que sean las sociedades dentro de las que se produzca, feudales, capitalistas, imperialistas o socialistas”, le dijo una vez Revueltas a Gustavo Sáinz en una entrevista para la revista Eclipse.
“El arte es la afirmación más alta y más intrépida de la libertad”, agregó Revueltas. “El verdadero artista no puede estar con causas caducas”.
¡Qué pequeño se ve Andrés Manuel en su trinchera ideológica! Incapaz de argumentar e intolerante con la crítica. No hay asomo de estatura moral o intelectual.
He tratado desde hace tiempo de seguir la trayectoria ideológica de Andrés Manuel, a la manera en que otros líderes políticos han legado su pensamiento y su obra a la memoria colectiva mexicana, pero no encuentro asideros ni tierra firme en donde poner el pie.
Es un hombre líquido, cuyo curso cambia con las circunstancias del día, inestable; un catálogo de frases que no acaban de cuajar en ideas, un soliloquio de escaso vocabulario.
Acudir a sus libros no ayuda mucho. Andrés Manuel refleja en ellos sus laberintos mentales y una prosa retorcida.
Dicho lo anterior, ¿cómo encuadrar a Claudia Sheinbaum y al círculo cercano morenista en el mundo de Andrés Manuel?
Si ellos son sus discípulos, ¿qué legado van a reclamar? ¿El catálogo de frases? ¿Las ideas inconexas? ¿El liderazgo temperamental? ¿Las “mañaneras”?
Una cosa sí van a reclamar sus apóstoles: el poder duro y llano de Andrés Manuel. Después, ya sabrán qué harán con él.
Considerando a Morena en su conjunto, ¿aguantaría México otros seis años de lopezobradorismo sin Andrés Manuel?
Mientras tanto, yo coincido con el maestro José Revueltas: si la crítica es revolucionaria, ¡carajo, pues a ejercerla alegremente!