No recuerdo una Semana Santa reciente, por lo menos en la última década, con tantos eventos violentos como la de este 2024 y con la evidente negligencia de las autoridades de todos niveles en el territorio mexicano.
Vivo en Nuevo León y me entero de una docena de cuerpos de personas asesinadas y tiradas en Pesquería, además de la cuota diaria de homicidios en la zona metropolitana.
Leo las noticias sobre extorsiones en Cuautla, Morelos, que afectan a casi toda su población. Enfrentamientos violentos entre criminales y más cuerpos de personas asesinadas en Chiapas. Me resulta increíble el secuestro por parte del crimen organizado de más de 60 personas en Culiacán.
Guerrero ya es nombrado por los analistas como un estado controlado por el crimen organizado, no se diga Michoacán, cuyos transportistas tienen que pagar una “cuota” a los criminales por cada camión de carga de productos agrícolas que envían a los mercados.
La lista de atentados y asesinatos a candidatos en campaña, de varios partidos políticos y el abandono de candidaturas crece día a día en tanto los demás candidatos hacen como si no pasara nada y continúan en sus campañas en una especie de mundo surreal (ilusorio) que se sobrepone al mundo real.
Justamente en estos días del año, la Semana Santa para los católicos, en que el tiempo se presta para una reflexión interna, la búsqueda de equilibrio espiritual y la promesa de esforzarnos por ser mejores personas, de estar bien con Dios (por lo menos para quienes no piensan solamente en salir de vacaciones), la violencia ha secuestrado a los mexicanos.
La preocupación sobre cómo afectan la violencia criminal y la negligencia del gobierno federal a las elecciones generales de junio sería una preocupación secundaria o irrelevante para quienes son las víctimas directas de ella.
Pero no es posible, para la sociedad en su conjunto, seguir ignorando lo evidente: ¿qué clase de elecciones vamos a tener los mexicanos en medio de la violencia extrema que padecemos?
Otra pregunta precede a la anterior: ¿En qué momento hemos normalizado la violencia? De veras, ¿es lo más natural del mundo que las personas desaparezcan y no se vuelva a saber de ellas hasta ser encontradas en fosas clandestinas?
¿No debemos los mexicanos preocuparnos por la perspectiva de que, gane quien gane la presidencia de la república, las gubernaturas, las alcaldías y el Congreso federal, no tendrá autoridad alguna en un país ingobernable?
Para el récord, comparto con ustedes la definición de violencia de la Organización Mundial de la Salud:
Violencia es “el uso intencional de la fuerza física, amenazas contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad que tiene como consecuencia o es muy probable que tenga como consecuencia un traumatismo, daño psicológico, problemas de desarrollo o la muerte.” (Ver la entrada “Violencia” en Wikipedia).
No solamente percibo que los ciudadanos mexicanos estamos indefensos ante el crimen organizado, la situación incluye a las autoridades que son incapaces de enfrentar a los criminales o actúan en complicidad con ellos.
Todavía hace poco más de una década, cuando los años violentos de 2010 y 2011, escuchaba a analistas, amigos y conocidos compartir la creencia de que, a pesar de todo, el Ejército era el “último bastión de defensa” ante los criminales, con lo cual se justificaba la militarización que ya avanzaba en México.
Más de diez Semanas Santas después, ya nadie me dice que los militares son la “última defensa” ante los criminales, pero lo que sí avanzó con el actual gobierno de López Obrador fue la militarización.
¿Ya no hay “última defensa”, entonces?
Cuando lo que se ha intentado no funciona, sólo queda la fe de las personas para sostener su esperanza: aparecerá la hija desaparecida, regresarán con vida el hijo o el hermano secuestrados, ya no vendrá el criminal cada mes por su “cuota” al negocio familiar, no habrá más balas perdidas que maten a los niños en las calles.
Sí, la fe que mueve montañas.
No sé qué va a pasar el 2 de junio, pero si la tendencia actual se mantiene los votantes y candidatos estarán bajo un riesgo grave ante la violencia. No ignoremos la amenaza del crimen organizado.
Aprovechemos la Semana Santa para reforzar nuestras reservas de fe: la vamos a necesitar.