Siento mucho la partida de Javier Livas, quien fue, entre muchas otras cosas, un editorialista de ideas firmes y pluma intensa, muy intensa, pero siempre abierto a observaciones de sus editores en El Norte, las cuales, después de una larga plática y argumentación (con réplica, como buen abogado que era), llegaba a aceptar. Como publicaba los sábados, al editor de opinión del viernes le tocaba el premio gordo de la Lotería.
¿Cómo podía caber Javier en una columna? ¿De qué manera dar cauce a un torrente de ideas que iban desde la cibernética hasta los fundamentos de la democracia (“El Estado Cibernético” le llamaba), a veces en un mismo texto? “No se puede encerrar a un lobo en un corral”, reza un dicho japonés. Claro que no se puede, pero era la tarea del editor ayudarle a que todo cupiera en 600 palabras, por favor.
Me tocó ser su editor en muchas batallas de los viernes (que empezaban normalmente con una llamada telefónica: “sobre tu artículo, Javier…”), pero fue una experiencia que traspasó el ámbito específico entre editor y columnista. Me era imposible quedar impasible ante su fuerza expresiva y variedad de temas; mientras yo lo apoyaba con mi trabajo lo mejor que podía, él me enseñó muchas cosas y maneras de relacionarlas, conexiones impensables entre sucesos y personas expresadas en una redacción, por momentos, tortuosa. Fue como tratar de arrancar perlas de sabiduría a un tornado categoría 5.
Después de eso, en la comida anual con los editorialistas, editores y directivos, Javier llegaba lo más alejado posible del prototipo del abogado. En una de esas comidas, por ejemplo, su atuendo consistía en sombrero texano negro, camisa blanca, saco, jeans y botas vaqueras negras, un verdadero Clint Eastwood regio (creo que estarían de la misma estatura), y hablaba de leyes, política y anécdotas al puro estilo norteño: lo que decía se escuchaba, por lo menos, a tres mesas de distancia. En la foto de sus redes sociales, alguna vez apareció una guitarra tipo country en lugar de su rostro.
En todo momento, yo recordaba que él era ya una figura pública en el Partenón regiomontano de luchadores por la democracia, los derechos civiles y políticos. Bien ganada su fama por aventado en el activismo y atrabancado en su discurso que no se detenía ante nada. Me refiero al activismo cívico en la época en que había que fregarse, como decimos en Monterrey, en la calle y en las marchas, no como ahora en los chats y redes sociales. Había que arriesgar el pellejo para defender los votos y exigir cuentas a los gobernantes.
Con todo eso, en persona su sonrisa era franca, se le abría el rostro serio y alargaba la mano firme para el saludo. Aquel hombrón alto y con sombrero texano era capaz de esas cortesías y era una garantía de que jamás habría una conversación aburrida ni rutinaria con Javier. ¡No, qué va!
La última batalla de los viernes para el editor a cargo fue el reciente 13 de enero. Al día siguiente, se publicó su columna final, titulada (en su mejor estilo) “Incomprendido e ignorado”: “Así inauguro el 2023 tras más de 40 años de escribir para EL NORTE: incomprendido e ignorado. Hoy con bríos renovados, defenderé mi tesis central y eterna: Nunca tendremos un gran país sin buena información y transparencia”.
Sobre tu artículo, Javier, hoy no hay observaciones, sino decirte adiós y buen viaje (en 600 palabras, por los viejos buenos tiempos), se te va a extrañar los sábados. Gracias por todo lo que diste.