Cada aniversario del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York del 11 de septiembre de 2001, me recuerda que, de las casi tres mil víctimas, hubo mexicanos sepultados entre los escombros.
Más de 70 empleados trabajaban ese día, desde temprano, en el famoso restaurante Windows of the World, situado en el piso 107 de la Torre Norte (la primera Torre atacada), un mirador privilegiado para ver Nueva York y uno de los mejores restaurantes de la Gran Manzana.
“En un día soleado o en una noche de luna”, escribió Cal Fussman para The Squire, “la vista del bajo Manhattan desde el Windows of the World era como la primera vez que escuchaste a Fran Sinatra cantar “New York, New York”.
Era divertido mirar hacia abajo y ver los helicópteros. “En una época, ningún restaurante hacía más dinero en Estados Unidos y ningún restaurante en el planeta vendía más vino”, concluyó.
El día del ataque terrorista, murieron 72 empleados del restaurante. Entre ellos, había cuatro mexicanos: Antonio Meléndez, Antonio Javier Álvarez, Leobardo López Pascual y Martín Morales Zempoaltécatl.
Otro mexicano más, Juan Ortega Campos, quien trabaja para Fine & Shapiro, además de sus compatriotas muertos en el Windows, son los únicos 5 mexicanos cuyos nombres están inscritos en el Monumento Conmemorativo construido en el sitio donde estuvieron las Torres Gemelas.
Solamente las familias de ellos recibieron las compensaciones del Gobierno de Estados Unidos, de entre 1.1 y 1.5 millones de dólares por la muerte de sus seres queridos.
La cifra oficial de mexicanos muertos en el 9/11 es de 16 personas, pero nada más de los 4 empleados del Windows of The World y de Juan Ortega se pudo verificar su identidad mediante pruebas de ADN.
En realidad, la cifra de compatriotas muertos sería mucho mayor, pues varias familias prefirieron no reportar su desaparición por temor a represalias debido a su situación migratoria.
Así que hay una huella de mexicanos que ese día trabajaban en el restaurante insignia del World Trade Center. Al ver sus fotografías, sus rostros sonrientes en algunos casos, como el del joven Martín Morales, me los imagino chambeando duro cada día en la cocina o en el servicio a las mesas, dando su mejor esfuerzo para conservar su trabajo en ese prestigioso lugar.
Fue el Windows of The World un lugar de encuentro, ciertamente un lugar insospechado, entre nacionalidades y culturas, entre niveles socioeconómicos que usualmente no se tocan o no coinciden en un mismo espacio. Ahí, entre mesas, excelente comida e insuperable vino, al calor de conversaciones de negocios, de política o de romances, en la cumbre del mundo de Nueva York, se cumplía un ritual que solamente un buen restaurante es capaz de inventar.
Ese ritual es el de reunir en torno a una mesa, desde la cocina hasta el último comensal, voluntades y mentes para celebrar el más antiguo de los gestos humanos, el que nos diferencia de las demás especies, el definitivamente civilizatorio: comer y convivir, elevado a la categoría de arte.
Antonio, Leobardo, Antonio Javier y Martín participaban de ese rito cuando fueron sorprendidos por la muerte en manos de arteros terroristas. Lo que trataron de destruir fue a las personas, pero también al símbolo universal de las Torres Gemelas y del mundo que albergaba, lleno de personas y afanes. A 18 años de ese día negro, Estados Unidos sigue en pie. Los mexicanos siguen de pie también, viviendo, trabajando y dejando su mejor esfuerzo en la Gran Manzana para darle su toque azteca.
Lo derrumbado volvió a construirse. Los muertos no volverán, pero ninguno de ellos será olvidado. Algunos empleados sobrevivientes del Windows pusieron después sus propios establecimientos, como el Colors o el Porter House, con el recuerdo de sus compañeros caídos.
No se destruyó el 9/11 nada que no se pueda reconstruir ni se asesinó a nadie que no pueda ser recordado. Por eso, en cada aniversario pienso en todos los muertos ese día, pero especialmente en los mexicanos, ¡arriba, paisanos!