A inicios de 2025, la deuda global pública y privada superó los 324 billones de dólares, con un apalancamiento total que roza el 325% del PIB mundial.
En economías emergentes, la ratio ya marca récord con 245% del PIB, mientras que solo en este año vencen 7 billones de dólares en bonos y préstamos; en las economías desarrolladas, la cifra asciende a 19 billones.
La pregunta ya no es cuánto debemos, sino cuándo la deuda dejará de ser sostenible. El frente fiscal no ofrece alivio. Según el FMI, la deuda pública mundial subirá en 2025 hasta superar el 95% del PIB y podría alcanzar 100% hacia 2030.
En un escenario adverso, la proporción treparía incluso a 117% en 2027, una magnitud que no se veía desde la posguerra. La aritmética es sencilla: si el costo real del financiamiento (r) se mantiene por encima del crecimiento económico (g), la bola de nieve se vuelve imparable. El impacto ya se siente en los países más vulnerables.
En 2023, los mercados emergentes desembolsaron 1.4 billones de dólares para atender su deuda externa; de ese total, 406 mil millones correspondieron solo a intereses. Cada dólar destinado a deuda desplaza gasto social, infraestructura o adaptación climática.
Es un dilema de sostenibilidad, pero también de legitimidad política. Además, el mundo enfrenta un muro de vencimientos: refinanciar grandes montos en 2025 y 2026. Tras años de dinero barato, hoy los costos son más altos y la liquidez más selectiva.
El riesgo de rollover acecha, sobre todo en segmentos corporativos con calificación especulativa y en el sector inmobiliario comercial.
¿Cuándo se rompe la cuerda? No hay un umbral universal, pero sí un triángulo fatal: (1) tasas reales persistentemente mayores que el crecimiento; (2) deuda concentrada en vencimientos cortos y en moneda extranjera; (3) ingresos fiscales rígidos frente a choques políticos o geopolíticos. Cuando esas tres condiciones coinciden, la deuda deja de ser palanca de desarrollo y se convierte en un lastre que erosiona la confianza.
La salida exige algo más que contabilidad: requiere instituciones fuertes. Reglas fiscales creíbles con ajustes graduales, inversión que eleve el crecimiento potencial, mercados financieros locales que alarguen plazos y reduzcan la exposición en dólares, y marcos de reestructuración más ágiles para quienes ya no pueden sostener el peso.
La otra opción licuar con inflación solo compra tiempo al costo de profundizar la desigualdad.
En última instancia, el límite de la deuda no lo fija una cifra, sino la confianza colectiva. Y ese reloj ya corre: cada punto de interés que pagamos sin reformar es un minuto menos para invertir en el crecimiento que haría sostenible lo que hoy apenas resulta tolerable.