Cada día es más evidente que en México seguimos sin entender lo que significa respetar los límites, el cuerpo y la dignidad de las mujeres. El caso de la presidenta Claudia Sheinbaum, acosada en plena calle, no solo reveló la vulnerabilidad que todas podemos enfrentar —sin importar el puesto, el espacio o si somos solteras, casadas, jóvenes, adultas o niñas—, sino también la facilidad con la que se minimiza un acto de violencia tan grave.
Sentí miedo, coraje, indignación y, por supuesto, incredulidad al ver cómo las redes se llenaron de bromas, teorías de “montaje” y frases como: “para que sienta lo que viven las demás mujeres todos los días”. Hubo incluso mujeres que rieron o justificaron el hecho, diciendo: “así no reacciona una mujer acosada”, “¿por qué no se quitó?”, “¿por qué se ríe?”, “¿por qué se fue caminando?”.
Y eso duele más, porque la falsa sororidad solo aparece cuando conviene: cuando la víctima no incomoda o no representa una figura de poder. Para muchas y muchos, solo si la persona nos cae bien, merece nuestra empatía.
La psicología explica que, en casos de acoso, abuso o agresión, el “freezing” —quedarse inmóvil— es muy común. No significa que la persona “no quiso defenderse” o “no supo qué hacer”, sino que su cuerpo reaccionó automáticamente para protegerse del trauma. Es una respuesta biológica, no una elección.
El acoso no debería medirse por simpatía política ni por clase social. Ninguna mujer merece eso. Lo más increíble, para mí, es que algunas mujeres lo normalicen y digan cosas como “para que vea lo que se siente” o que “le están haciendo un favor”. La agresión sexual no es penitencia, ni castigo, ni broma. Nadie se lo merece, por más antipatía que le tengas. Y, por supuesto, nadie tiene derecho a invadir el espacio íntimo de una mujer sin consentimiento. Es un acto de violencia y un delito que debe ser denunciado y castigado. La denuncia se hace en la fiscalía, no en las redes sociales.
Lo ocurrido con Sheinbaum no fue solo contra una persona, sino también contra la investidura presidencial. Si alguien se siente con el derecho de tocar o abrazar sin permiso a la jefa del Estado mexicano, ¿qué podemos esperar las mujeres que usamos el transporte público, que caminamos de noche, o que vamos solas al trabajo o a la escuela? Lo ocurrido a la mandataria es, verdaderamente, indignante.
Y aquí, en Monterrey, no estamos exentos. Hace apenas unos días, una joven fue sacada a empujones de un vagón del metro exclusivo para mujeres, entre insultos y burlas. Muchos comentarios en redes repitieron la misma violencia: “ni que estuviera tan bonita”, “para qué se mete”, “que se aguante”, “se me perdió el rotoplas”, “la sacaron las mismas mujeres”, “se lo merecía”.
Tal vez no era ni el momento ni la forma, pero ella tenía un punto: ¿por qué el vagón rosa debe convertirse en vagón mixto justo cuando hay partido de fútbol o grandes multitudes de hombres eufóricos y alcoholizados? ¿No se supone que el vagón rosa existe precisamente para proteger a las mujeres de esos contextos?
Ese caso, y el de la presidenta Claudia Sheinbaum, evidencian algo profundo: la violencia de género no solo viene de los hombres. También proviene de mujeres que han aprendido a replicar el desprecio y la competencia como defensa, confundiendo la sororidad con conveniencia. Y mientras tanto, la conversación se pierde entre burlas, desconfianza y cinismo.
Minimizar un acto de acoso —sea o no una figura pública— es normalizar la violencia. Decir “fue un montaje” es perpetuarla.
El cuerpo de las mujeres no es propiedad pública, ni símbolo político, ni objeto de debate moral. Es territorio de respeto.
Porque cuando una mujer es violentada y la respuesta colectiva es la burla, la indiferencia o el sarcasmo, no solo falla la justicia: fallamos todos.
Todos los comentarios son bienvenidos a veronica@vaes.com.mx
Nos leemos, la próxima vez. Hasta entonces.