Los lectores más jóvenes no vivieron la gran expectativa que ocasionó en México el anuncio de que se negociaría un tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, durante la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari y con George Bush y Brian Mulroney al frente de Estados Unidos y Canadá, respectivamente.
Era el principio de los años 90s, México venía de una crisis económica tras otra al final de cada sexenio de los presidentes anteriores, y Salinas proyectaba una imagen fuerte de reformador y modernizador de México.
Con el TLCAN se haría realidad, nos decía el discurso oficial, una plataforma comercial que daría, por fin, el impulso final a México para convertirse en un país desarrollado.
El Tratado entró en vigor el 1 de enero de 1994, al mismo tiempo que se iniciaba en Chiapas, al sur del territorio mexicano, una rebelión armada indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Por el lado mexicano, jamás estuvieron desligadas la política y el comercio en lo que a Estados Unidos se refería. Tradición y modernidad iban siempre de la mano para los mexicanos.
Veintiséis años después nació, el 1 de julio del 2020, el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC) sobre la base del anterior tratado, pero con algunas diferencias: habrá, por ejemplo, de ahora en adelante, una revisión del acuerdo cada seis años para definir su continuidad o terminación.
Siendo Salinas de Gortari la imagen viva del proyecto modernizador y, sí, neoliberal, de México, es una gran paradoja de la historia que ahora el Presidente López Obrador, de orientación izquierdista y quien decretó nada menos que el fin del neoliberalismo al inicio de su Presidencia, haya impulsado decididamente al neoliberal TMEC (cuya negociación empezó en la anterior administración de Enrique Peña Nieto), como una puerta a la modernización de México.
Los extremos se unen, dice la sabiduría popular; la política y el comercio se acompañan, agrego de mi parte, pues me ha tocado ser testigo de lo impensable en el México contemporáneo: ver a dos enemigos políticos mortales en la política que se han convertido en compañeros de viaje en el comercio.
Ha sido el TMEC el que tejió esa magia entre López Obrador y Salinas de Gortari.
Pero también en el 2020, como en aquel lejano 1994, el México tradicional se niega a abandonar a su compañero de viaje eterno: el México moderno que apuesta al TMEC.
No son, esta vez, los zapatistas quienes ocasionan el revuelo político, sino la inseguridad, el crimen organizado, la pandemia del coronavirus y el impacto negativo en la economía que las decisiones de AMLO han traído consigo.
A menos que nos apoyemos en ilusiones y en el voluntarismo, no soslayamos que la economía mexicana tuvo un crecimiento negativo en 2019, por lo que no llega en su mejor momento al estreno del TMEC.
México es tan vulnerable en términos económicos, políticos y sociales como lo era en 1994, aunque con síntomas distintos. Como Salinas, el gobierno de AMLO mira al TMEC como un salvavidas para México.
El problema es que el TMEC, y para el caso ningún otro tratado comercial en el mundo, no es por sí mismo un salvavidas, pues depende del funcionamiento en conjunto de tres economías: ni Estados Unidos ni Canadá van a jugar cándidamente el papel de “locomotoras” que arrastren a la economía mexicana lejos de sus problemas.
Si no hay un impulso interno vigoroso desde México, a partir de la solidez de las empresas mexicanas y de la existencia de reglas claras y estado de derecho, el TMEC no va a suplir esa grave carencia mexicana.
Si no hay certidumbre, respeto a las reglas del juego económico para los inversionistas nacionales y extranjeros, el TMEC no le va a “prestar certidumbre” al Gobierno mexicano si éste persiste en cambiar a su conveniencia esas reglas.
En 2020, como en 1994, me gusta la idea de celebrar tratados de libre comercio, me parece bueno para México. Pero mantengo mis reservas, las mismas de entonces: ¿dejará el México ancestral avanzar al México moderno? ¿Llegarán los beneficios del Tratado a todos los mexicanos?