Me ha dado esta temporada en pensar en la Natividad más que en la Navidad, pues aunque parezcan la misma cosa, para mí “Natividad” (que es una acepción muy usada en España) tiene un sabor más cercano a lo que ahora, como muchos de ustedes, siento: una infinita vulnerabilidad como ser humano.
Rodeado de una pandemia cuya amenaza no cesa; en medio de crisis económicas en todas partes; en fin, en vista del sufrimiento, el dolor y la muerte que ya están a mi alrededor en amigos, familia, vecinos y conocidos, tengo hoy plena conciencia de lo que significa ser “una hoja al viento”, para utilizar la vieja expresión que tantas veces escritores y periodistas han usado.
Naturalmente, no estoy solo. Familia, amigos y comunidad me soportan; escribir mis columnas, hacer mi labor periodística en La Visión, me mantiene activo y con la mente alerta. Tengo mi fe católica que me sostiene, un vínculo que siento como personal y estrecho con la vida y enseñanzas de Jesús, y respeto y comparto las creencias o no creencias de mis amigos en México y Estados Unidos, los más antiguos y los más nuevos.
Soy un hombre agradecido por todo eso, fortalecido por las bienaventuranzas recibidas, y que trata de retribuir, en lo posible, a la sociedad y a los que carecen de todo. Pero, aun considerando todo ello, sigo siendo un ser humano vulnerable ante la fuerza del destino, por seguir con metáforas de escritores y periodistas.
La muerte no es nada más una alegre calaverita de azúcar con que los mexicanos festejamos nuestro Día de Muertos. La Catrina, como le decimos, es real, anda entre nosotros como desde el origen de los tiempos lo ha hecho: libremente, escogiendo a voluntad o capricho cuál vela apaga y cuál deja encendida.
Hacemos mal en desdeñarla. La ignoramos como si no fuera más importante que nuestros asuntos cotidianos, tal vez porque nos recuerda que, como seres humanos, somos pequeños ante ella y no tenemos defensa posible.
El coronavirus es, entre otras cosas, una calaverita de azúcar vuelta realidad. Neutral y ajeno a sentimientos y emociones, es un bichito que entra en donde lo dejan entrar y se pone a hacer su tarea en la vida: reproducirse e invadir todo hasta destruirlo.
Es una creación de la naturaleza y, como creyente, lo considero una creación divina. Hay en él un mensaje para nosotros, hombres y mujeres, sobre nuestro lugar en la naturaleza y en la creación.
El mensaje no puede ser más claro ni más sencillo: vive y deja vivir. Vive como ser humano, pero deja vivir a la naturaleza. No eres el rey de la Creación, eres un ser con responsabilidades ante los demás y ante todas las criaturas del planeta. Vive para crear, no para destruir. Vive para creer, no para una vida sin sentido. Vive para morir, sí, pero también para renacer, como la vida de Jesús.
Esta Natividad, entonces, daré gracias a la Providencia de una manera diferente, ya que me siento más consciente de mi papel de grano de arena ante Dios y la Naturaleza; esa pequeñez será, sin embargo, mi grandeza si le sé dar un sentido a mi vida: vivir con los demás, no contra los demás.
“¿Cómo explicarte a ti mi soledad”, escribió Gabriela Mistral en su Poema al Cristo del Calvario, “cuando en la Cruz cansado y solo estás? ¿Cómo explicarte que no tengo amor, cuando tienes rasgado el corazón?”
“Y solo pido no pedirte nada./ Estar aquí junto a tu imagen muerta/ e ir aprendiendo que el dolor es solo/ la llave santa de tu santa puerta.”
No estamos solos: somos muchas hojas al viento.
¡Feliz Natividad!