No necesitamos más que una imagen para darle sentido a la crisis de inseguridad y violencia de nuestro lacerado país. Hay masacres, asesinatos en restaurantes de lujo, balaceras sin fin en las madrugadas, pero una fotografía capturó toda mi frustración de observador: la Novia de Caborca con su vestido de bodas ensangrentado.
Aracely se casó el sábado 22 de octubre en la ciudad sonorense de Caborca, al norte de México. Salía del templo La Candelaria de esa población, al caer la noche, de la mano de su flamante esposo, Marco Antonio, entre las notas de la Marcha Nupcial.
Se abría ante los jóvenes novios, ahora esposos recién casados, un camino de vida que recorrerían juntos tal como ahora lo hacían rumbo a su luna de miel. Un pistolero cortó ese sueño, truncó el camino de sus vidas al asesinar de varios disparos al novio, herir a otras personas y huir del lugar.
Así como se los cuento, en segundos, la vida de dos jóvenes mexicanos fue truncada: la de Marco Antonio, para siempre al perderla; la de Aracely, condenada a una vida de lamentos y recuerdos trágicos, la cual espero con todo mi corazón que pueda superar algún día.
La nota sobre el ataque criminal a una pareja de recién casados, a la entrada de una iglesia y durante una boda en Caborca no fue, sin embargo, una que llamara la atención más que otras contra las que compite en los titulares, por ejemplo, la atención generada por los asesinatos de varias personas y una balacera intensa en el restaurante Sonora Grill, en una de sus sucursales en el área metropolitana de Guadalajara.
Como era fin de semana, los juegos de fútbol de la Liga MX, las series de campeonato de las Ligas Mayores de Béisbol y la jornada dominguera de fútbol americano de la liga NFL, nos hicieron olvidar pronto a Caborca y Guadalajara.
Ayuda a ese olvido, por supuesto, lo sangriento de los sucesos y una especie de reflejo del espíritu que nos hace voltear la cara ante lo trágico y volverla hacia lo cotidiano.
En la rutina de nuestros días en México, la violencia y el asesinato comparten el futbol y las idas y vueltas de las familias en la casa, la escuela y el trabajo. El alud de noticias violentas nos remueve solamente por unos minutos, levanta la indignación, suscita la empatía con las víctimas, pero de inmediato regresa a un lugar secundario frente a las cosas y prioridades de la existencia de cada uno.
¿Cuándo nos metimos en esta trampa?
La respuesta inmediata a esta interrogante es que fueron nuestros políticos de todos sabores y colores los que nos llevaron a percibir la violencia como algo normal en la vida pública de México. No estoy de acuerdo con esta respuesta.
Por el contrario, las acciones o negligencias de esos políticos ante el problema de la inseguridad son responsabilidad primordialmente de la sociedad civil. No nos engañemos: si no somos ciudadanos informados, activos y exigentes con las autoridades, no obtendremos jamás la clase de políticos que queremos: democráticos, tolerantes, bien preparados, responsables, transparentes y, claro, está, honestos.
“Los políticos no vienen de Marte”, he escuchado decir a algunos amigos; “vienen de la sociedad en que vivimos”. Estoy de acuerdo. En otras palabras, tenemos la clase de políticos que nos merecemos. A eso nos ha llevado la pasividad cívica de millones de mexicanos que miran a la política como algo ajeno, no propio.
Es verdad: poco o nada hacemos después de ir a votar los días de elecciones, eso cuando salimos a votar. La abstención de los votantes es muy elevada en México, incluso en elecciones presidenciales: en 2018, por ejemplo, fue mayor el número de votantes que se abstuvieron de sufragar (unos 34 millones aproximadamente) que el de quienes votaron por AMLO (30 millones de votos).
Nos quejamos de políticos populistas, ineptos y corruptos como López Obrador y otros más, pero muchos de los ciudadanos que se quejan no acudieron a votar. Así no hay manera de tener buenos políticos.
Nada de esto importa ya para Aracely, recién casada y viuda antes de la luna de miel, quien con su vestido de bodas manchado de sangre me hizo recordar la imagen de Jacqueline Kennedy con su atuendo ensangrentado el día que asesinaron a su esposo John, el Presidente de Estados Unidos, en 1963.
No hay manera de consolar o aliviar su dolor. México entero está en deuda con ella al no darle la oportunidad de vivir su vida y su matrimonio con normalidad. No nos queda más que empezar a pagar esa deuda a la Novia de Caborca.