Una forma interesante de analizar la sucesión presidencial del 2024 (la cual, en los hechos, ya está puesta en marcha) es plantear la necesidad de un cambio de liderazgo presidencial, el que no necesariamente equivale a un cambio de partido político distinto a Morena.
Bien mirado, el liderazgo regular de Andres Manuel López Obrador no lo tiene en la lona, es verdad, pero tampoco lo llevará a alcanzar resultados plenos o satisfactorios en sus proyectos cumbre, a pesar de la enorme cantidad de dinero público (dinero suyo y mío, estimado lector) que el Presidente ha destinado a esas obras en detrimento de la salud pública, la educación y las pequeñas y medianas empresas, entre otras cosas.
¿A qué me refiero con “liderazgo regular”? No es complicado señalar lo que está a la vista de todos: la toma de decisiones errática, no sustentada en opiniones profesionales, reportes e información sólida; la ausencia total de una visión de Estado para México en favor de una estrategia política y electoral de corto plazo: se gobierna -bajo AMLO- para ganar elecciones y mantener mayorías legislativas y senatoriales, capturar gubernaturas y órganos autónomos, controlar universidades y centros de estudios públicos y privados; la impericia y falta de preparación del gabinete y equipo presidencial -salvo excepciones-, la carencia de oficio político de los funcionarios que en lugar de resolver o aliviar un problema, lo hacen más grande, le ha dado al Gobierno de la Cuarta Transformación su tono general: la medianía en la gestión pública; no se derrumba, pero no prospera.
Adicionalmente, ¿quién hubiera pensado en 2018 que en 2022, a más de tres años de AMLO a la Presidencia de la República, la corrupción seguiría siendo el gran tema de la agenda pública mexicana? Lo es no porque la 4T hubiera acabado con ella, sino al contrario, porque las prácticas corruptas se han mantenido e incluso acrecentado bajo la nueva administración con la utilización, por ejemplo, de la asignación directa en lugar de la licitación en la mayoría de contratos para obras o servicios públicos.
De tal manera están hoy las cosas, que una bandera fuerte de campaña para cualquier candidato aspirante a la Presidencia (incluso si es morenista) en 2024 será la “lucha contra la corrupción”, bandera política que le rindió magníficos frutos a López Obrador en 2018 y que será utilizada en su contra por los opositores, me atrevo a decir que de manera implacable.
Mi propuesta es que enfoquemos la sucesión presidencial en 2024 sobre todo en dos cosas cruciales: primero, es necesario el cambio de modelo de toma de decisiones del Presidente López Obrador (errático, débilmente sustentado en evidencia y alejado de las mejores prácticas mundiales de la administración pública) por un liderazgo moderno, racional y sustentado en evidencia científica, complementado con las mejores prácticas a nivel internacional); segundo, es preciso retomar la bandera de la lucha contra la corrupción como bandera principal de una campaña electoral.
Lo fantástico de todo esto es que un candidato que tome estas banderas como suyas puede lanzarse desde un partido político opositor o como independiente, bajo una alianza electoral nacional o regional, y puede surgir incluso desde el interior del Movimiento de Regeneración Nacional: lo de menos, en esta ocasión, es de dónde viene el candidato; lo que realmente importa es que tenga la estatura de liderazgo político que requiere México en este momento. Para los votantes de mi generación, no importa el color del gato, como dirían los chinos, con tal de que atrape al ratón macuspano.