Hubo un tiempo cuando el tiempo mismo transitaba a la velocidad lenta de un coche Studebaker de 1954, de color azul.
El coche de don Feliciano Lara que transitaba lento sobre las calles de arena apisonada del puerto.
Era un tiempo en el que pasaban temprano, rayando el sol, por la calle, un rebaño de chivas, acompañadas del sonido de una campana de latón, que colgaba del cuello del chivón, camino a los pastizales anegados por el agua de lluvia del día de anterior.
Los domingos podíamos ver la entrada triunfante de los rayos del sol por los postigos de las puertas de madera, pintadas de un color azul pálido. Podíamos distinguir al través, como si se tratara de una pantalla luminosa, las pequeñísimas motas de polvo que danzaban en el ingrávido espacio de la sala.
El aire fresco matutino, el tañer de la campana de latón, las chivas caminando, el sol de domingo y sus arreboles. Se creaban momentos que se quedaron grabados para siempre en la memoria de un niño.
De la misma forma que se grabaron en la mente de todos los niños de esa casa, que sin importar si era domingo o lunes, caminaban lento a lavar sus caritas en el chorro de agua fría que salía, lento también, de la bomba de jarra, adosada al pozo de agua del patio. Nadie quería ser el primero, el agua del pozo no era la mejor amiga de esos pequeños.
Lavarse primero, luego al comedor, donde les esperaba una lata de galletas “avión” y una taza de chocolate recién batido, con molinillo de madera por la abuela Celia.
El tiempo transitaba lento. Tan lento que alcanzaba para jugar en la mesa.
Eran los tiempos en que, como dice nuestra amiga Esthela, los niños nacen como seres perfectos que después se transforman en otra cosa. “La cosa” que es manejada por una marioneta, una construcción mental llamada Ego.
Eran los tiempos en que se señalaba, con sabiduría pueblerina, que “los viajes ilustran”. Y tenían razón.
«Viajar es un ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente» (Mark Twain).
«El destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas» (Henry Miller).
Y «Para el que ha nacido viajero, viajar es un gran vicio. Como todos los vicios, es imperioso, exigiendo a su víctima tiempo, dinero, energía y el sacrificio del confort» (Aldous Huxley).
Mi primer viaje, del que tengo memoria, fue en un autobús de ADO. Transitando lentamente, como si no hubiera prisa de llegar a ningún lado, tomando las curvas con el estruendoso rugido del motor diésel, mientras contiene el peso del monstruo de casi seis toneladas. Subiendo, bajando, en una monótona sinfonía de rugidos.
Viajar en el tiempo es otro tema. Visitar La Roma Imperial no es igual leyendo la historia escrita, que, caminando la campiña italiana, la Vía Apia, o visitando el Coliseo. No es igual caminar por las calles de Milán y olisquear el aroma salado del puerto y deleitarse con la arquitectura y la magia del arte que se despliega en cada vuelta de una calle.
“La única regla del viaje es: no vuelvas como te fuiste. Vuelve diferente” (Anne Carson).
Pero, la vida misma es un viaje. Y eso es lo que nos pide. No vuelvas a casa como te fuiste, vuelve diferente. Vuelve con la mochila llena de aventuras, con los ojos llenos de luces y colores. De los que solo existen en ciertos lugares, como los tonos morados y rosas de los atardeceres en las montañas de Chihuahua.
Así es el paso al otro nivel. Al nivel de donde venimos, cuando éramos seres perfectos. Tenemos que volver ahí, pero con algo en la mochila. Tenemos que llevar la diferencia ganada y tenemos que ser conscientes de lo que venimos a buscar y de lo que se espera que llevemos de regreso.
Viajar es también dejar un retazo de tu vida en cada sitio que pisaste. Así es nuestro paso por la vida. Vamos dejando algo de nosotros en cada mirada, en cada toque, en cada respiración. Vamos dejando una parte nuestra, un jirón de nuestro ser en cada beso, caricia y abrazo.
Muchos han tomado el último tramo de su viaje, el de regreso a casa, y lo que dejaron seguirá vibrando en muchos lugares. Los lugares que pisaron, los que visitaron, los que recorrieron, los que amaron.
El tiempo pasa lento cuando de recordar se trata. La primera vez que la vi, era una niña, y también tenía que lavarse el rostro antes del desayuno. Con esa mirada penetrante y esa sonrisa tan de niña, tan inocente. Las primeras primas que conocí en mi vida. Celia y Lilia Llanes Lara.
Vengo a despedirla, a decirle adiós en su retorno a casa, que llegue diferente. Le diré cómo dice Thompson. La vida es un viaje y se trata de llegar al final derrapando de lado, en medio de una polvareda y con una sonrisa, solo decir “Uff. Valla viajecito”.
Hasta pronto, Lilia.
No perdamos la esperanza, ni la fe, hasta la próxima.