La carrera política de Adán Augusto López Hernández se encuentra, en los hechos, clausurada.
Y no fue la autoridad o algún tribunal, o que su partido lo haya sancionado o expulsado. Él solito.
Adán Augusto, ha sido desfondado por el peso específico de las decisiones que tomó durante su mandato como gobernador de Tabasco, y por la evidencia pública que hoy vincula a su exsecretario de Seguridad Pública, Hernán Bermúdez Requena, con una estructura criminal que operó bajo protección oficial.
Bermúdez Requena fue su colaborador directo. No un burócrata menor, sino el responsable del área más delicada de cualquier gobierno: la seguridad.
Su designación fue personal y política. Ocupó el cargo durante todo el sexenio estatal de López Hernández y permaneció incluso después de que este dejara la gubernatura para ocupar la Secretaría de Gobernación. Su salida, en 2023, ocurrió sin sanción, sin observaciones, sin ninguna consecuencia visible.
En julio de 2025, la Fiscalía de Tabasco confirmó lo que desde meses antes era un secreto a voces: Bermúdez Requena se encuentra prófugo, tiene una orden de aprehensión en su contra y cuenta con ficha roja de Interpol.
Se le vincula con la organización criminal conocida como “La Barredora”, dedicada a delitos como secuestro, extorsión, robo de combustible y protección de cargamentos en la región de Dos Bocas, donde se desarrolló una de las obras más emblemáticas del actual régimen.
Omar García Harfuch, coordinador del gabinete de seguridad del nuevo gobierno federal, declaró: “Desde el año pasado se sigue una indagatoria contra el exsecretario de Seguridad Pública de Tabasco. Hay información de inteligencia y operativa que sustenta su búsqueda a nivel internacional”. La ficha fue activada tras su huida de territorio nacional vía Mérida, con escala en Panamá y presunto destino final en Brasil.
A la crisis se suma la detención de su sobrino, Gerardo Bermúdez Arreola, en Paraguay. Fue arrestado junto a un grupo acusado de operar una red internacional de apuestas ilegales, con empresas registradas en Sudamérica y ramificaciones familiares. La carpeta del caso incluye movimientos financieros, transferencias y documentos notariales firmados en México.
López Hernández ha respondido con ambigüedad. Declaró el 20 de julio: “No he sido citado ni requerido por autoridad alguna. Estoy a disposición si se me llama”. Jurídicamente, esa afirmación es precisa. Políticamente, es insuficiente. La cuestión de fondo no es si existe una carpeta de investigación en su contra, sino cómo nombró, sostuvo y protegió a un funcionario que, según informes oficiales, encabezaba una estructura delictiva desde el poder público.
En su paso por la Secretaría de Gobernación, Adán Augusto López sostuvo que Felipe Calderón sabía perfectamente lo que hacía Genaro García Luna, y que la permanencia de éste en el gabinete era “prueba de complicidad o, al menos, de protección deliberada”.
Es una declaración que se vuelve pertinente. El criterio que aplicó para juzgar a otros hoy le es aplicable con rigor. Las consecuencias no deben medirse de forma selectiva.
El caso Bermúdez no es un expediente aislado. Es una expresión de un modelo de poder donde la lealtad personal sustituyó a los controles institucionales. El silencio del partido, la omisión del Senado, y la respuesta cautelosa del gobierno federal, dan cuenta del cálculo político que acompaña a la caída de un actor que fue considerado presidenciable hace apenas un año.
El obradorismo lo impulsó como operador confiable. Fue delegado de Morena en diversos estados, articulador de la reforma electoral que naufragó, y secretario de Gobernación en tiempos de polarización. Apostó por la candidatura presidencial desde el aparato, pero fue superado por Claudia Sheinbaum. Su regreso al Senado fue recibido con frialdad. Hoy, tras el escándalo Bermúdez, no hay margen para recomposición. La política no perdona los costos de la incongruencia.
La presidenta electa ha dicho que “hasta ahora no hay investigación en su contra”. La precisión importa. Significa que la revisión institucional está en curso. La responsabilidad política, sin embargo, no requiere del debido proceso. El juicio ya se ha hecho en la opinión pública.
La carrera de Adán Augusto terminó con un colapso ético. Designó, sostuvo y silenció. Cruzó una línea que ya no permite retorno.
¿Y si le damos el beneficio de la duda? Entonces hay dos caminos, si no es cómplice, entonces es un político inepto, por decir lo menos.
¿Con cuál Adán Augusto se quedan?
Tiempo al tiempo.